Carta desde Armenia

Desde sus imponentes despachos que dan a la plaza de la República de Ereván, los funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores de Armenia no se equivocan al sentirse satisfechos ante los últimos acontecimientos de la región del Cáucaso meridional: antaño emplazamiento de una enorme estatua de Lenin y con un monumental conjunto de edificios estatales de piedra rojiza - el más admirable legado arquitectónico de la antigua URSS-,la plaza es el centro de esta ciudad, la capital de un país de 3,7 millones de habitantes. Desde su independencia en 1991 o, de modo más preciso, desde la restauración de una independencia que se había proclamado en 1918, la República de Armenia ha mantenido estrechas relaciones con Rusia. Estos vínculos sirven de contrapeso a la postura proturca y prooccidental de Azerbaiyán, su segundo vecino surcaucásico, con el que entabló en la década de 1990 una guerra por el territorio de Nagorno-Karabaj, y - de forma menos abierta-a los coqueteos prooccidentales de su tercer socio regional, Georgia.

En términos inmediatos, Ereván tiene sólo un limitado interés directo en el conflicto entre Georgia y Rusia. La situación económica y política de Georgia afecta a los 200.000 armenios que todavía viven en Georgia. Al mismo tiempo, dado el cierre de sus fronteras con Azerbaiyán y Turquía, también depende de la ruta terrestre que atraviesa Georgia hasta el puerto de Poti, su única salida por tierra al mundo además de la vía hacia Irán, por el sur.

Sin embargo, en aspectos importantes, Ereván siente que puede haber salido beneficiado de la guerra de este verano. En primer lugar, se considera que la afirmación del poder ruso de agosto ha actuado como factor disuasorio ante Azerbaiyán, un país con unos ingresos petroleros y una confianza en sí mismo crecientes y que de otro modo quizá habría intentado reconquistar las zonas de su país capturadas por Armenia en la guerra de 1992-1994. Nadie espera que los rusos envíen tropas de combate en ayuda de Armenia, pero hay ya varios miles de soldados rusos desplegados en el país, en bases situadas a lo largo de la frontera con Turquía y a sólo 40 kilómetros de la capital; además, en el país se encuentran preposicionadas grandes cantidades de equipo militar ruso: la suposición es que, en el caso de que estalle una nueva guerra con Azerbaiyán, esas armas estarán a disposición de las fuerzas armenias.

Al mismo tiempo, existen algunos indicios de que la guerra georgiana ha llevado aun replanteamiento de la política del poderoso - y, por lo general, hostil-vecino occidental de Armenia, Turquía. Los armenios no pueden olvidar las terribles matanzas - bajo ningún criterio normal, un genocidio-que padecieron en Turquía durante la Primera Guerra Mundial. Sobre Ereván, en lo alto de una colina que domina la ciudad, se levanta el memorial del genocidio, llamado Tsitsenakaberd, Castillo de la Golondrina, por el lugar en que está situado.

La negativa turca a reconocer el genocidio ha envenenado durante mucho tiempo - y es probable que siga envenenando-las relaciones armenio-turcas. Sin embargo, más inmediato es el bloqueo al que Turquía somete al país desde la guerra con Azerbaiyán: Armenia necesita urgentemente abrir sus fronteras al comercio, y algunos anuncios recientes de Ankara proclamando una nueva iniciativa para el sur del Cáucaso, acompañados de la visita del presidente turco a Ereván con ocasión de un partido de fútbol Armenia-Turquía, indican que quizá se esté produciendo cierto cambio en las actitudes. De todos modos, igual que en otros conflictos (la disputa árabe-israelí, por ejemplo), no bastan las declaraciones generales y los gestos simbólicos: no está claro, según me dicen mis interlocutores en el Ministerio de Exteriores, que la expresión de buena voluntad del presidente turco se haya traducido en hechos políticos a través de los escalafones burocráticos. Y, a toda persona familiarizada con la sensibilidad de la opinión pública contemporánea en Armenia y - más aún-en Turquía, los cambios trascendentales le parecerán escasos.

A largo plazo, la guerra ruso-georgiana ha hecho poco por mitigar, no ya resolver, los principales problemas a los que se enfrenta Armenia. El primero, evidente para el visitante en cuanto sale del centro de Ereván con sus edificios, restaurantes y hoteles modernos, es la persistente penuria del país: buena parte de la población vive por debajo del umbral de pobreza, la corrupción invade todos los ámbitos estatales, la tasa de nacimientos es la más baja de Europa. Desde la independencia, la mitad de la población y un porcentaje desproporcionado de la clase culta y emprendedora ha abandonado el país, camino de Rusia o de Occidente. Armenia no es una dictadura sangrienta, pero tampoco es una democracia: como sus otros dos vecinos surcaucásicos, con quien tiene política y culturalmente en común mucho más de lo que admitirá el orgullo nacionalista, el país se encuentra gobernado por una élite semidelincuente poscomunista que se ha apoderado de los activos del periodo soviético y de buena parte de los mil millones de euros enviados por la diáspora para consolidar su poder y mejorar su modo de vida.

Sin embargo, el problema más importante de todos es el conflicto no resuelto con Azerbaiyán por Nagorno-Karabaj, un enclave armenio en el interior del territorio azerbaiyano. La guerra entre los dos estados ya independientes estalló en 1992 y cuando finalizó, en 1994, Armenia no sólo se había apoderado de Nagorno-Karabaj, sino también de amplias zonas de Azerbaiyán que Ereván ha mantenido desde entonces como baza de cara a la negociación.

Los negociadores internacionales han dedicado años a encontrar una solución a este problema. Sin que muchos lo hayan advertido, EE. UU. y los estados europeos, unidos en lo que se ha denominado el proceso de Minsk de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), comparten un objetivo común con el otro estrecho - aunque discreto-aliado de Armenia, la República de Irán: una solución negociada del problema. De todos modos, la OSCE, cuyo ámbito de acción cubre toda la antigua URSS, puso de manifiesto su impotencia y su falta de previsión diplomática al abordar la guerra del pasado agosto entre Georgia y Rusia: en Ereván, algunos observadores atribuyen incluso una parte de responsabilidad de esa guerra a la OSCE y, en concreto, al fracaso de España, presidenta en el 2007, a la hora de imponerse de modo suficiente cuando empezaron a crecer las tensiones.

No obstante, hay otra lección de los acontecimientos de este verano en la que deberían fijarse los políticos y funcionarios de Ereván: a pesar de todas las ventajas de las que ahora creen disponer en su disputa con Azerbaiyán y a pesar de todo el sentimiento nacionalista relacionado con esa cuestión, no cabe excluir el peligro de otra guerra con Azerbaiyán. Este país se está enriqueciendo y fortaleciendo, y se cree que la nueva generación de azerbaiyanos, sin recuerdo de una convivencia con vecinos o conciudadanos armenios, es aún más militante que las anteriores. Como me dijo en Ereván un sensato observador académico: "Lo único que se aprende viviendo en el sur del Cáucaso es que no existen conflictos congelados".

Fred Halliday, profesor-investigador de la Institució Catalana de Recerca i Estudis Avançats (ICREA) en el Institut de Barcelona d´Estudis Internacionals (IBEI). Traducción: Juan Gabriel López Guix.