Casa de locos global

Benigno Pendás, profesor de Historia de las Ideas Políticas (ABC, 09/07/05).

Somos muy vulnerables. Vivimos en la civilización menos injusta de la historia, pero las clases medias pagan con sangre el tributo derivado de su prosperidad relativa. Se habla de «sociedad del riesgo». En realidad, se trata -diría Eric Voegelin- de una «casa de locos global». Otra vez las escenas de sangre, caos, incertidumbre, ahora muy controladas, con buen criterio. Transportes colapsados, móviles inservibles, condenas en serie. Nos devuelven al estado de naturaleza. Vista la condición humana, llegará un día en que el clamor por la seguridad va a ser irresistible. No es extraño. Thomas Hobbes explica que resultan insoportables la violencia latente, el enemigo invisible, la guerra de todos contra todos. Allí padece el ser humano una vida «solitaria, pobre, desnuda, brutal y breve», concluye el autor del «Leviatán», ese monstruo político construido como un artefacto destinado a establecer el orden y la regularidad. Los terroristas alteran nuestro equilibrio inestable. Festejamos el bienestar, pero estamos huérfanos de principios sólidos. Ellos no son nihilistas. Son fanáticos cargados de bombas asesinas. Nosotros aportamos otros fanáticos, armados de palabras sin sentido. Pasado el horror transitorio y el coro sincero de los lamentos, habrá que soportar una vez más la falacia de los falsos profetas: «Algo habremos hecho...», «si el mundo fuera justo...» , «el G-8 provoca...». Prefiero no recitar la literatura antiamericana surgida del 11-S, gracias -faltaría más- a la libertad de expresión, sagrada en democracia. Dentro de unos meses, la culpa será de Bush, de los «neocons» y de los «teocons». Acaso los nihilistas somos nosotros, que parecemos no creer seriamente en nuestra civilización, menos irracional que otras, aunque no menos desquiciada. Hay que reforzar la pedagogía de la libertad, la convicción de que somos mejores y estamos en condiciones de demostrarlo. Pero sólo se defienden con firmeza los valores en que uno mismo cree, desde la recta razón y desde la conciencia honrada.

Es tiempo de políticos valientes y de pensadores que digan la verdad, no de gestores de consensos mínimos y de intelectuales ficticios. Hay síntomas evidentes de una fiebre helenística, mezcla de hedonismo con frivolidad. Y sin embargo, somos una generación privilegiada, que sólo conoce las guerras en casa por el testimonio de la historia. Tenemos a cambio nuestra propia fórmula posmoderna, la guerra fragmentaria, mediática e instantánea. Sin reglas, sin convenciones, sin respeto hacia los más débiles. Todo lo contrario. Los grandes del mundo se atrincheran bajo una muralla inaccesible. Los pobres viven por debajo del umbral de la dignidad. Las víctimas son, casi siempre, esas buenas gentes machadianas «que viven, pasan y sueñan», esa inmensa clase media que garantiza la estabilidad social y económica. Suben en ascensor por las torres gemelas; esperan el tren en Alcalá de Henares; llenan los andenes de King's Cross, la estación londinense que conoce la magia «nueve y tres cuartos» de Harry Potter... Decimos terrorismo, pero es una forma de guerra por fascículos. Nueva York, Madrid , Moscú, Londres... No es la relación -ahora ya anecdótica- de las candidaturas olímpicas. Es una lista (incompleta, por supuesto: también Bali, Estambul, Casablanca...) de ciudades agredidas. Parece probable, aunque nos duela reconocerlo, que el siglo XXI sea capaz de superar los horrores de su predecesor. Sólo estamos en 2005: en 1905 no existían Hitler ni Stalin, por poner un ejemplo.

Sabemos quién es el enemigo existencial, mucho más que el simple adversario. Es el fanatismo islámico, dispuesto a golpear en el corazón de la infidelidad. No es el islam, pero es parte del islam. No olvidemos, insisto, el contexto, la barbarie disfrazada de antiglobalización (ayer Seattle o Génova, hoy Edimburgo) y el nacionalismo etnicista. Los enemigos de la sociedad abierta, totalitarios de todos los partidos. ¿Por qué Londres? Era inevitable, contesta una policía educada en el empirismo anglosajón. Pero han escogido mal la diana: los ingleses saben cuánto cuesta adquirir y preservar las libertades. No están dispuestos a rendirse. No lo han hecho nunca: léanse los discursos de Churchill. No van a predicar pacifismo, no van a sugerir negociaciones, no van a dejarse intimidar. Se defenderán mediante leyes «vivas y armadas»: hoy es un día más propicio a Hobbes que a Locke. Podemos confiar en ellos. Al fin y al cabo, la política es un invento de los griegos adaptado por los ingleses a su moderna forma representativa, única posible en esta sociedad de masas donde conviven en igualdad de derechos sesudos lectores del «Telegraph» con poco exigentes consumidores de tabloides. Busquemos el pretexto. ¿Reunión del G-8 en Escocia? Hay buenos motivos: odio a los «ricos» , presencia de Bush, retórica contra la opresión... ¿Acaso el éxito de Singapur? Tampoco faltan argumentos, porque el deporte evoca formas de actuar inaceptables para el fanático intolerante, incluida la exhibición ostentosa de la igualdad de la mujer. ¿Hubiera ocurrido en París? ¿Otra vez, Dios mío, en Madrid? No finjamos hipótesis, porque el arma natural del terrorista es la condición errática y difusa de la violencia, el juego mortal del partisano que golpea sin declaración previa, esto es, la guerra deshonrada por la crueldad infame. 7-J, acción de libro del «Phobos», uno de los caballos que tiran del carro de Ares. Violencia indiscriminada, sistemática, con el fin de amedrentar, con ánimo de provocar un impacto espectacular, incluso -¡qué horror!- con un objetivo «didáctico». Produce una respuesta emocional, ansiedad , miedo en sentido literal. Busca deslegitimar a los poderes públicos, por injustos o por ineficaces. Recupera el miedo como arma política, reivindicado ya en los días más negros de Danton o Robespierre.

Terror totalitario que desvirtúa el sentido de las palabras, exige la sumisión de los espíritus, altera el orden natural de las lealtades. La clave reside en que es capaz de causar un daño inmenso, siempre local y limitado, pero no tiene fuerza para destruir el sistema: lo saben ellos y lo sabemos nosotros. Puede ser asimilado, en definitiva, por esta sociedad indiferente, en la que se vive bastante bien salvo cuando te toca en el reparto ejercer el papel de víctima. Sólo exigirá una decisión radical (a eso se llama ahora Nuevo Orden Mundial) si la sensación de peligro alcanza un nivel insoportable. Mientras tanto, seguiremos en plena tierra de nadie, entre un orden viejo que genera su propio instinto de supervivencia y un tiempo nuevo que espera impaciente la oportunidad. Es el curso mismo de la historia.

Lecciones para España, víctima del terror pero también del rapto moral, preludio de una decepcionante respuesta colectiva. Ojalá no perdamos la brújula de la historia, esta vez quizá para siempre. Retóricas de paz perpetua, tomando en falso el sabio criterio de Kant; alianza con quienes no la desean, en busca de un juego ingenioso de palabras; negociación incierta con los asesinos y sus mandatarios. Nada más deplorable que fabricar sueños ficticios. Nada más inoportuno en estos tiempos fuertes que la torpeza, el simplismo o la credulidad. Habrá que estar muy atentos a la respuesta de los británicos. Resultan muy creíbles desde el primer momento tanto la firmeza de Tony Blair como la actitud ejemplar de la oposición política y mediática. Más vale no comparar con los días posteriores al 11-M. Resulta creíble desde el primer momento la firmeza de Tony Blair. «La tierra sintió la herida...», canta John Milton, en «El paraíso perdido». Es natural. Pero el privilegio de la condición humana consiste en el agónico esfuerzo de la libertad frente al empuje inexorable de la necesidad.