Casablanca: una meditación sobre la naturaleza del terrorismo

Por Mikel Buesa (ABC, 21/05/03).

Los terribles atentados de Casablanca, con sus secuelas de muerte y destrucción que han afectado directamente a más de un centenar de seres humanos, han recibido una especial atención en nuestro país, pues no en vano uno de los escenarios de ese apocalipsis se ha situado en la Casa de España, donde han perecido o han salido heridos varios compatriotas. Pero éste no ha sido quizás el motivo principal de aquel interés, pues por medio ha terciado la contienda electoral y, con ella, la instrumentalización del acontecimiento para sustentar, principalmente desde la izquierda, la crítica al partido del Gobierno. Así, se ha podido oír a Rodríguez Zapatero que «teníamos razón cuando dijimos que el arma de destrucción masiva más preocupante era el odio y el fanatismo que podía crear la guerra (de Irak)» o que «Aznar ha conseguido que estemos en la lista del terrorismo internacional», frase ésta coincidente, casi de manera literal, con otra de Llamazares según la cual «Aznar ha hecho que España esté en el punto de mira del terrorismo internacional».

Estas expresiones dan a entender que el atentado contra los intereses españoles podría haberse evitado si la política exterior de España hubiese sido otra distinta a la que ha desarrollado el Gobierno; por ejemplo, repudiando al Estado de Israel y apoyando decididamente la causa palestina según la interpretación de Arafat, o negando a Estados Unidos el apoyo a sus acciones bélicas hoy en Irak y ayer en Afganistán. Lógicamente, la base de semejante argumentación se encuentra en la idea implícita de que el terrorismo islamista se gesta en los conflictos que atenazan a las naciones árabes y que encuentra su razón de ser en la causa de la liberación de los pueblos que habitan en ellas. El terrorismo encontraría así una base para su justificación moral por muy repudiables o lamentables que fueran sus efectos.

Esta visión de las cosas denota, en mi opinión, una evidente incomprensión del fenómeno terrorista por parte de nuestros dirigentes de izquierda. El terrorismo es una forma de acción política, de naturaleza bélica, cuya esencia radica en la realización impredecible de actos violentos de muerte y destrucción contra la población civil, organizados para provocar la adhesión de ésta a su causa -o al menos su inhibición- a través del miedo, la inseguridad y la intimidación. Ello significa que las organizaciones terroristas ponen en cuestión uno de los fundamentos básicos de la sociedad moderna, como es la transferencia al Estado del ejercicio legítimo de la violencia para, bajo el imperio de la ley, resolver los conflictos individuales y colectivos, incluso mediante la imposición de acciones coercitivas. Y, al hacerlo, eliminan todo asomo de respeto al derecho con relación a sus víctimas, pues, para producir terror, como ya señaló Hannah Arendt, es necesario que éstas se seleccionen de manera arbitraria, «que sean objetivamente inocentes, que sean elegidas sin tener en cuenta lo que puedan haber o no haber hecho».

Desde este punto de vista, el terrorismo encierra dentro de sí una inmoralidad radical que se deriva de su enraizamiento en el Mal; es decir, en la capacidad humana para asumir, sin límite alguno, el poder de decidir acerca de la vida o la muerte de los otros y, de esta manera, romper voluntariamente ese vínculo esencial que nos hace esperar a todos los seres humanos el respeto, la ayuda y el amparo de los demás. Ese poder surge, a derecha e izquierda, de la elaboración de ideologías maniqueas que enfrentan un mundo bonancible y paradisíaco con otro maligno y repudiable, y que construyen un orden armonioso en un imaginario para cuya realización se exige el exterminio del oponente. Por ello, todos los terrorismos, se hayan inspirado en el nihilismo, el nacionalismo o el islamismo, son iguales en cuanto a su naturaleza y no se explican por el contexto histórico o geográfico en el que surgen -aunque éste pueda proporcionar argumentos de legitimación-. Y por ello también, todos los terrorismos son igualmente condenables.

Los mencionados dirigentes de la izquierda española no han sabido reconocer todo esto. Para obtener un dudoso rédito electoral, han preferido instalarse en el confuso espacio de quien, simultáneamente, condena la acción violenta y la entiende, dándole significado político y proporcionándole, por ese peligroso sendero, razones de justificación. O peor aún, han sugerido que la mejor respuesta contra el terrorismo islamista es ser condescendiente con él y no participar en ninguna actividad internacional que pudiera chocar con sus aspiraciones de dominación. Es como si se quisiera adquirir, por esta vía de aparente apaciguamiento, la señal de Caín; esa señal que Yahvéh puso al primero de los asesinos de la historia -a quien se consideraba a sí mismo como portador de una «culpa demasiado grande para soportarla»- para que, en su exilio al oriente del Edén, «nadie que le encontrase le atacara»; esa señal que, como ha señalado Patxo Unzueta con respecto a ETA, distingue a los que se rinden a la causa defendida por los terroristas porque éstos no les matan.

Paradójicamente, en el caso del Partido Socialista, estas actitudes frente a los atentados de Casablanca contrastan con su firme compromiso de combate al terrorismo doméstico, expresado tanto en el inicial pacto sostenido con el Partido Popular, como en el extraordinario desarrollo de medidas legislativas y políticas que se ha derivado de él para restar espacios de impunidad a ETA y sus epígonos, y para gestar un ambiente social de auténtica solidaridad con sus víctimas. No ha sido así en Izquierda Unida, cuyo alineamiento con el nacionalismo hoy gobernante sirve para poner obstáculos en aquel combate y para alargar el sufrimiento de los que ven peligrar su vida o sienten cercenada su libertad. Por ello, sería bueno que, en este momento electoral, se clarificaran las diferencias entre ambas formaciones políticas con respecto al terrorismo y se delimitara el alcance que, en este ámbito, pudiera tener su cooperación futura en el ámbito local, pues cualquier ambigüedad en este asunto sólo puede beneficiar a los que, en la clandestinidad, esperan algún aliento para reforzar su lucha.