El caso de los ERE de Andalucía no tiene precedentes en la doctrina penal ni puede encontrarse nada semejante en las bases de jurisprudencia. Se trata de hechos sucedidos durante 10 años en sede parlamentaria y del Gobierno autonómico, sin que nadie los hubiera denunciado. Si alguien quiere opinar, con un mínimo de solvencia, sobre el contenido de una sentencia, debe partir de la lectura rigurosa de los hechos probados que constituyen la columna vertebral de cualquier veredicto definitivo. La inmensa mayoría de los que han aplaudido sin reservas la solución final y, por supuesto, la totalidad de los políticos que utilizan las condenas como un arma arrojadiza, no se han tomado la molestia de leer su contenido.
Es significativo que la sentencia firme del Tribunal Supremo comience afirmando que observa un cierto desorden, tanto en la descripción de los hechos como en su calificación jurídica. Advierte de que su análisis, ante el confuso relato, va a tomar como punto de partida no el criterio de la Audiencia de Sevilla, sino la calificación que resulte procedente a partir del relato de hechos probados.
Por tanto, volvamos al relato de hechos probados de la sentencia de Sevilla, que son la base de la condena. Lo primero que descarta rotundamente es que el sistema de los ERE sea una trama diseñada específicamente con el fin de apoderarse de los fondos públicos en beneficio de un partido político (el PSOE, entonces en el poder en la Junta de Andalucía). Al final de su larguísima sentencia, condena a varias personas por prevaricación y malversación de caudales públicos.
Tanto el ministerio fiscal, como las acusaciones populares (a cargo del Partido Popular y Manos Limpias) consideraron que los hechos (en cuanto a la malversación) eran constitutivos de un delito del artículo 432 del Código Penal que estaba vigente en el momento de la comisión de los hechos: “La autoridad o funcionario público que, con ánimo de lucro, sustrajere o consintiere que un tercero, con igual ánimo, sustraiga los caudales o efectos públicos”. Ni el ánimo de lucro ni el apoderamiento aparecen en ningún pasaje de la sentencia. Se limita a decir que había un riesgo de que los fondos no se aplicaran al fin previsto. Nada que ver con la malversación dolosa e intencionada. El magistrado que examinó la causa en el Tribunal Supremo por el aforamiento de José Antonio Griñán concluye rotundamente que a fecha 24 de junio de 2015 no constan datos incriminatorios por el delito de malversación.
El Tribunal Supremo, ante las lagunas probatorias, da “un salto en el vacío”, como muy plásticamente dicen los dos votos disidentes, lanzándose por la pendiente del dolo eventual, consciente de que no existe base legal alguna para fundamentarlo. El legislador exige la concurrencia de un dolo directo para que pueda existir el delito de malversación que estiman las acusaciones. El ánimo de lucro directo o consentido elimina la posibilidad de cometer este delito por dolo eventual. Es necesario un dolo directo e inequívoco. En la sentencia 429/2012 del Tribunal Supremo, de 21 de mayo, se condensa la interpretación de la Sala sobre este punto. Dice la sentencia que “el artículo 432 del Código Penal sanciona a la autoridad o funcionario público que con ánimo de lucro sustrajere los caudales o efectos públicos que tenga a su cargo por razón de sus funciones. Sustraer ha de ser interpretado como apropiación sin ánimo de reintegro (SSTS 172/2006 y STS 132/2010), equivalente a separar, extraer, quitar o despojar los caudales o efectos, apartándolos de su destino o desviándolos de las necesidades del servicio, para hacerlos propios (STS 749/2008)”.
La imposibilidad de aplicar la figura del dolo eventual a la malversación con ánimo de lucro se confirma en una sentencia de 30 de mayo de 2019, cuya ponencia pertenece precisamente al magistrado del Tribunal Supremo que redacta la sentencia definitiva. Afirma que el delito de malversación de caudales públicos, en su redacción vigente al tiempo de los hechos, exigía para su comisión una conducta de apropiación del bien público por el funcionario o por terceros. Descarta la posibilidad de condenar por dolo eventual. El Tribunal Supremo rompe con el principio de culpabilidad que mueve la conducta de los ladrones de los fondos públicos. No cabe instrumentalizar el dolo eventual para acusar de apropiación directa de bienes.
En relación con el delito de prevaricación, el Tribunal Supremo ha sostenido reiteradamente que el salto de la infracción administrativa al derecho penal, para construir un delito de prevaricación, tiene que estar sólidamente sustentado en los hechos. No basta con vulnerar la ley, lo que puede dar lugar a la nulidad declarada por la jurisdicción contencioso-administrativa, sino de sancionar supuestos límites. Como se ha dicho reiteradamente, el derecho penal es siempre el último recurso. Para la existencia de la prevaricación judicial se ha exigido que la resolución sea absurda, irracional o incluso “esperpéntica”. Los mismos requisitos se deben exigir para la prevaricación administrativa.
En todo caso, la sentencia es firme. Por lo tanto, mientras no se anule en las instancias constitucionales o europeas, hay que comenzar a cumplirla. Una de las posibilidades de evitar las consecuencias inmediatas de un craso error judicial pasa por la concesión de un indulto. Concurren razones de justicia, equidad y también de utilidad pública.
En consecuencia, estimo que, ante el desatino judicial, el indulto solicitado y los que se presenten en el futuro deben concederse por razones de justicia y equidad. Según el artículo 4 del Código Penal, el juez o tribunal puede suspender la ejecución de la pena mientras no se resuelva sobre el indulto cuando, de ser ejecutada la sentencia, la finalidad de este pudiera resultar ilusoria. Según la Constitución, uno de los valores superiores de nuestro ordenamiento jurídico es la justicia. De momento, la única forma de restaurarla es mediante el ejercicio del derecho de gracia. Acudiendo a uno de los juristas más eminentes de la historia, Rudolf von Ihering, estamos ante un caso en el que el indulto puede actuar como una válvula de seguridad para garantizar el derecho y la justicia. Corregir una resolución que no responde a los cánones de legalidad, además de ser justo, restaura el orden jurídico.
En este caso concurre además una circunstancia que no es habitual en la mayoría de las sentencias. Se trata de dos votos disidentes que consideran que los tres mayoritarios, como se ha dicho, han tenido que “dar un salto en el vacío” para construir las condenas. La opinión del ministerio fiscal y del tribunal sentenciador sobre la procedencia o improcedencia de otorgar el derecho de gracia no es vinculante.
Los magistrados de Sevilla tienen la posibilidad de reflexionar sobre las objeciones formuladas por las dos magistradas disidentes del Tribunal Supremo como base no solo para informar favorablemente el indulto, sino para evitar una innecesaria entrada en prisión de los condenados por malversación de caudales públicos. Nadie discute, como dice la Fiscalía, que la corrupción es incompatible con la democracia, pero creo que deberían repasar el contenido de los hechos probados. La entrada en prisión es una decisión innecesaria e injusta.
José Antonio Martín Pallín es abogado miembro de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra). Ha sido fiscal y magistrado del Tribunal Supremo.