A un mes de su explosión, el caso u ocaso de Íñigo Errejón sigue abriendo muchas preguntas y ofreciendo pocas respuestas. Los interrogantes envuelven al exportavoz de Sumar (¿Qué hizo? ¿Cuántas veces? ¿Quién lo sabía, quién lo ocultó? ¿Acaso la avalancha virtual está sirviendo de coartada al oportunismo político?), pero también —y más interesante— se emancipan de él. Errejón más allá de Errejón. Errejón como metáfora, como moraleja, como pretexto. Entre el ruido y los escombros mediáticos, otro tipo de preguntas salen a la luz: ¿Hasta dónde llega la violencia sexual?, ¿dónde empieza y dónde termina?, ¿cómo abordarla, cómo repararla?, ¿son las redes sociales el lugar para hacerlo?
El feminismo tiene la oportunidad, también la obligación, de conducir estas preguntas hacia un horizonte ético, canalizándolas en conversaciones sosegadas y rigurosas. Resulta descorazonador asistir al espectáculo grotesco al que quedan reducidos algunos de los debates en torno a estas cuestiones. El encontronazo que protagonizaron Cristina Fallaràs y Raque Ogando, periodistas y activistas, en El Matí de Catalunya Ràdio pocos días después de que el exportavoz dimitiese es una muestra del fracaso estrepitoso al que podemos llegar si no priorizamos el diálogo. Con la crispación por las nubes y una constante falta de escucha, las interlocutoras, ambas feministas, se lanzaron a un juego de acoso y derribo (Ogando) y de escurrimiento de bulto (Fallaràs).
Ogando acusó a Fallaràs de “capitalizar el dolor” de las mujeres que le hacen llegar sus testimonios (la periodista lleva recopiladas miles de historias anónimas, que publica en su cuenta de Instagram), y le recriminó su falta de responsabilidad al usar su plataforma para azuzar juicios populares. Fallaràs, después de repetir hasta el empacho, como un sortilegio que desvaneciese toda duda o problemática, que lo que ella compartía no eran denuncias, sino testimonios, y después de aguantar arremetidas e interrupciones fuera de lugar, zanjó el tema diciendo que hacía lo que le daba la gana.
Una oportunidad perdida. Para la reflexión y para los feminismos. Sin embargo, merece la pena detenerse en el abracadabra reiterado de Fallaràs: hay o debería haber una gran diferencia entre la denuncia y el testimonio. Entre el deseo de resarcimiento, el castigo al agresor (legítimos) y el deseo de reparación de la agredida (aunque a veces ambas cosas puedan ir juntas, no siempre lo hacen). Después de una agresión sexual, se inicia un proceso de recomposición psíquica. El Yo queda escindido o hecho pedazos —por el asalto, por la incomprensión, por la rabia, por el miedo, por no entender lo ocurrido, por la culpa— y debe encontrar vías para reconstruirse.
La violación no era un tema central en los movimientos feministas hasta los setenta. Demasiado tabú, demasiado creer falsamente que se trataba de cosas íntimas, no causas colectivas. Pero llegó aquello de que lo personal es político y todo cambió. Al tiempo que se sacudían las bases de la conciencia feminista, el arte pasaba por un momento de reconfiguración radical. La creación artística, especialmente aquella basada en el cuerpo, ofreció a las feministas un medio a través del cual abordar el trauma, heredado o vivido en primera persona, y posicionarse en tanto que autoras de su propia reconstrucción. Donde la agresión sexual borra, hiere, silencia o descompone, la autoría dignifica, enuncia, vincula. Devenir autora significa dejar atrás la afasia de la víctima, cuerpo mudo al que le hacen cosas, y convertirse en autoridad, boca que relata, mano que firma el relato de su propia vida.
La “construcción de una memoria colectiva”, como se refiere Fallaràs a su recopilación de testimonios en Instagram, es un pilar fundamental para la reparación. Sin embargo, es necesario plantearnos si una cuenta en redes sociales, administrada por una sola persona, sometida al algoritmo y a la lógica de la acumulación sin reflexión, es decir: la lógica de las superficies, del clic, del dato multiplicado, del consumo hiperactivo, de la saturación de la imagen… y, por tanto, de una cierta anestesia hacia lo que se contempla, es el mejor lugar para crear esta memoria.
Pasar de víctima a autora implica crear algo, construir algo, para una misma y para las demás. Me cuesta imaginar qué formas de creación y de compañía duraderas, profundas, transformadoras pueden ofrecer las redes sociales. Necesitamos algo más. Y por más quiero decir: no quedarnos en el estímulo efímero de la inmediatez digital; no aceptar la impotencia que nos vuelve a embargar tan solo horas después de compartir nuestra historia virtualmente, al ver que las condiciones materiales que nos rodean no cambian.
Hablo de condiciones materiales, porque: ¿dónde queda el cuerpo? Se lo preguntaban las artistas feministas en los setenta y deberíamos preguntárnoslo ahora. No hay memoria sin materia. Tampoco testimonio sin testigos: construir redes de apoyo significa reconocernos entre nosotras, crear un lenguaje y una realidad compartidos, más justos, más emancipadores. El testimonio no es un fin en sí mismo, sino un medio para construir comunidad. Me temo que esta es una sutileza que las redes sociales no pueden procesar, tampoco las diatribas mediáticas, ni las tertulias convertidas en fuegos cruzados.
Amanda Mauri es escritora e investigadora. Su último libro es Museo de las ausentes. Usos políticos del duelo (Paidós).