«Caso Otegi»: Inconsecuencia de Estrasburgo

EL TS condenó en su día a Arnaldo Otegi a 12 meses de prisión por las siguientes injurias al Rey: «…es el Jefe supremo del ejército español, es decir, el responsable de los torturadores y quien ampara la tortura e impone su régimen monárquico a nuestro pueblo por medio de la tortura y de la violencia». El TC confirmó la condena porque tales manifestaciones no eran ejercicio lícito de la libertad de expresión. Sin embargo, el pasado día 15 de marzo, el TEDH ha estimado lo contrario. Otegi tenía derecho a decir lo que dijo, pese a resultar hiriente y hostil, por ser una personalidad política que hablaba de un asunto de interés general —la polémica visita del Rey al País Vasco— en un contexto determinado: el cierre del periódico «Egunkaria», la detención de sus responsables y sus quejas por malos tratos. Además, los ataques de Otegi se habrían limitado al ámbito institucional, pues no imputó ningún delito concreto al Rey ni menoscabó su honor personal.

Hasta aquí el TEDH da una aparente sensación de coherencia con su jurisprudencia precedente —vgr., asunto Castells—: la libertad de expresión reviste la máxima amplitud, con la consiguiente restricción de los delitos de opinión, cuando el condenado es un responsable político y el afrentado es, en el seno de un debate público, un adversario.

Ahora bien, el Tribunal afirma que la alocución enjuiciada, pese a su hostilidad, «no exhorta al uso de la violencia, y no se trata de un discurso de odio, lo que es elemento esencial digno de consideración». Tan esencial es este extremo que el Tribunal reconoce que cabría una condena penal, sin vulnerar la libertad de expresión, si un discurso político incitase al odio o a la violencia. Para decirlo con las palabras de la propia Corte: «…una pena de prisión inflingida por una infracción cometida en el ámbito del discurso político no es compatible con la libertad de expresión garantizada por el art. 10 del Convenio sino en circunstancias excepcionales, singularmente cuando otros derechos fundamentales han sido gravemente lesionados, como en la hipótesis, por ejemplo, de la difusión de un discurso de odio o de incitación a la violencia». Aquí radica la principal inconsecuencia de esta sentencia.

El Tribunal de Estrasburgo asevera que el discurso de Otegi no incitó al odio ni a la violencia, pese a su hostilidad, y lo hace de un modo axiomático —sin la debida justificación—, y «desconociendo» —asombrosamente— su propia jurisprudencia.

¿Cómo es posible que la Corte Europea no haya reparado en el contexto de violencia terrorista por entonces —y aún hoy— imperante en el País Vasco? El TEDH ha afirmado siempre que tiene que enjuiciar los hechos en su contexto. Determinar si el discurso de Otegi incitaba a la violencia o al odio exigía analizarlo teniendo en cuenta su contexto inmediato —el viaje real, el cierre de «Egunkaria»…—, pero también otro contexto, más general y notorio, que fue totalmente ignorado por el Tribunal Europeo: la violencia de ETA y las claras conexiones con ella del orador y de su partido. Las declaraciones de Otegi tienen lugar cuando el proceso en que resultaron ilegalizados HB, Batasuna y Euskal Herritarrok había culminado y estaba sólo pendiente de sentencia. Era inminente, pues, la ilegalización de esos partidos; ilegalización que, por cierto, más tarde sería confirmada por los tribunales Constitucional y de Estrasburgo, nada menos que por considerar que esas organizaciones políticas formaban parte del entramado de ETA.

La falta de análisis de ese contexto resulta tanto más grave y sorprendente cuando se repara en una reiterada doctrina del TEDH, a saber: cabe restringir la libertad de expresión persiguiendo el fin legítimo de preservar la seguridad del Estado, especialmente cuando la restricción tiene lugar en un ambiente de actividad terrorista o, simplemente, favorable o predispuesto a la violencia, y cuando las manifestaciones restringidas sean capaces de provocar especial impacto, haciendo temer un incremento de los disturbios, porque procedan de personas que desempeñan un papel relevante en la actividad política (SSTEDH asuntos Zana, Incal, Sidiropoulos, etcétera). Es paradigmático el caso Zana (STEDH 25-11-97): en una situación de violencia entre la seguridad turca y los miembros del Partido de los Trabajadores Kurdos (PKK), el señor Zana, conocido activista político, declaró «defender el movimiento de liberación nacional del PKK», pero sin estar a favor de las masacres, que calificó como «errores que todo el mundo puede cometer». En este caso, Estrasburgo estimó que su condena a 12 meses de prisión no vulneraba la libertad de expresión dado «el derecho de las sociedades democráticas a protegerse de las organizaciones terroristas», y dado que la naturaleza de las declaraciones y su procedencia de una personalidad política «podían agravar una situación ya explosiva en la región». En consecuencia, apreció que la pena impuesta respondía a una «necesidad social imperiosa», como exige el Convenio de Roma.

No se trata sólo, pues, de que el TEDH haya ignorado un parámetro de enjuiciamiento que su propia jurisprudencia le obligaba a considerar: el contexto general y notorio de violencia terrorista en que se insertaban las injurias proferidas por Otegi. Se trata también de que la Corte Europea no ha reparado en un aspecto sustancial de su doctrina sobre la libertad de expresión de los representantes políticos: el que entiende que las declaraciones de las personalidades de la actividad política, si bien han de gozar de la máxima amplitud para preservar la entraña misma del sistema democrático, por esa misma razón han de ser enjuiciadas con singular rigor, cuando, en un ambiente de terrorismo, puedan poner en peligro el orden democrático, negándole su legitimidad. Se busca, en definitiva, que el político no pueda prevalerse de las libertades que la democracia le otorga para subvertir desde dentro el sistema democrático.

Consciente —sin decirlo— de que el político ha de ser muy cuidadoso cuando hace declaraciones provocadoras en un contexto de terrorismo, Estrasburgo da una razón añadida para mitigar la responsabilidad de Otegi por unas manifestaciones de pésima incidencia sobre la paz social: el Tribunal advierte «que se trataba de afirmaciones orales pronunciadas durante una conferencia de prensa, lo que ha hurtado al recurrente la posibilidad de reformularlas, completarlas o retirarlas antes de que sean hechas públicas».

Sólo dos objeciones a este argumento exculpatorio. La primera, para negar su valor en las circunstancias del caso: no se enjuiciaban declaraciones improvisadas, como cuando alguien responde en directo a preguntas inopinadas, sino de manifestaciones emitidas en una rueda de prensa convocada con antelación por el propio político. La segunda objeción hace hincapié, de nuevo, en la omisión por el Tribunal Europeo de cualquier alusión a un precedente perfectamente aplicable: para valorar, como era obligado, la repercusión social de las declaraciones de Otegi, el Tribunal debió atender, y no lo hizo, a la naturaleza del medio o medios de difusión empleados, teniendo presente su reiterado criterio de que los medios audiovisuales tienen un impacto y efectos muy superiores a los de la prensa escrita (asunto Jersild; asunto Purcell y otros c. Irlanda, D.R., 70; y, mutatis mutandis, asunto Hertel).

En conclusión: si es razonable pensar que las manifestaciones de Otegi, por su naturaleza hostil y provocadora —que el mismo TEDH reconoce— y por quien las emitía —representante político estrechamente vinculado con ETA—, podían incitar a la violencia, he de insistir en que Estrasburgo no ha sido consecuente con varios aspectos de su precedente jurisprudencia y, en particular, con aquel que hacía inexcusable analizar el contexto verdadero de esas declaraciones, tantas veces examinado en casos similares, para luego decidir lo que estimara procedente.

Jesús María Santos Vijande, catedrático de Derecho Procesal

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