‘Caso Thunberg’

Primero te ignoran, después se burlan de ti, luego te atacan. Entonces, ganas”. Creo que estaremos de acuerdo en que la cita de Gandhi nos viene como anillo al dedo para hablar de la niña más famosa del planeta cuyo nombre está en boca de todos y cuyas coletas empiezan a ser más conocidas en España que las de Pippi Calzaslargas, un personaje televisivo con el que también comparte, según confesión propia, los superpoderes.

Hablamos, por supuesto, de Greta Thunberg. La niña sueca que, abrumada por la evidencia del cambio climático, empezó a tomar en serio las advertencias de los científicos y a actuar en consecuencia. Si estamos condenados a extinguirnos, ¿qué sentido tiene continuar haciendo deberes de matemáticas en el colegio? Cuando la casa está en llamas y el futuro se deshace como un azucarillo en el agua contaminada de un desaforado productivismo global, suena bastante baladí preocuparse por un suspenso.

Aquellas huelgas escolares suyas pronto llamaron la atención y en cuestión de meses nuestra niña ya estaba en Polonia abroncando a los adultos reunidos en la COP24 que la filmaban con sus smartphones mientras ella explicaba, al borde de las lágrimas, cosas como que un 45% de los insectos son víctimas del cambio climático y que un 60% de las especies animales han desaparecido en los últimos 50 años. Hay que reconocer que algo de razón tenía la pobre chavala. La situación es cuando menos alarmante.

Como no podía ser de otra manera, inmediatamente surgió por el planeta una nueva especie, los antithunbergianos, que rápidamente hallaron argumentos en su contra. Lo primero, un diagnóstico: la niña sufría el síndrome de Asperger y era punto menos que una autista obsesiva, con escaso sentido del humor y una tendencia a tomar literalmente lo que decimos los adultos (¡craso error!) y los científicos.

Lo siguiente, la difamación. Se trataría de una pija que dedica su tiempo libre a cruzar el Atlántico en el catamarán de la familia Grimaldi y que está siendo teledirigida por unos papis maquiavélicos que la manipulan como a una marioneta y la exprimen sin escrúpulos. El resultado es que, desde que llegó a España para asistir a la COP25, las redes sociales arden con incontables chistes que protagoniza esta menor a quien la ley debería proteger y que ha descubierto, a su pesar, que los españoles somos muy buenos cachondeándonos de todo. Genio y figura.

Lo cierto es que, como en tantas cuestiones, se ha producido un clivaje radical entre aquellos que se sienten a favor de Greta y los antithunbergianos. Pero lo cierto también es que rara vez en los últimos tiempos ha sido tan fácil tomar el buen partido. El caso Thunberg a mí me recuerda al caso Dreyfuss. Y si el antisemitismo en aquel momento era claramente culpable y hay poca ambigüedad al respecto de quién estaba equivocado entonces, me parece una evidencia que entre thunbergianos y antithunbergianos no hay duda posible, entre otras cosas porque ni siquiera hay debate.

Faltos de argumentos de fondo, los anti se dedican a ridiculizar a Greta. Y ya sabemos que todo el mundo es ridiculizable. Lo que queremos saber es si Thunberg tiene razón o no. Y la tiene. Todos sabemos que la tiene. Lo único ridículo en este asunto es que haya de venir una niña de 16 años a recordárnoslo. Y no hace falta ser ningún Zola para darse cuenta.

Lo más grave, sin embargo, es que mientras la mitad de la población se divierte a costa de esta versión eco-Asperger de Pippi Calzaslargas, hay colapsólogos que ya plantean cómo encararse con el fin del mundo tal y como lo conocemos. Y no son gurús iluminados, sino intelectuales como Pablo Servigne, cuyas ideas son escuchadas con total seriedad al otro lado de los Pirineos.

La idea de que un colapso general del sistema o civilización en que vivimos es inevitable ha calado en buen número de personas cultas que ya no discuten el hecho en sí, sino cómo asumirlo y afrontarlo. Se clasifican, ay, las etapas en la toma de conciencia de una serie de problemas globales que incluyen el clima, la sobrepoblación, el capitalismo, la biodiversidad, lo nuclear, las crecientes desigualdades sociales, la geopolítica o los flujos migratorios, y se reflexiona sobre el traumatismo síquico generalizado que siguen provocando las catástrofes naturales, al tiempo que se procura orientar a aquellos que, como Greta, caen en la desesperación al ver cómo las muchas advertencias de los climatólogos resuenan como gritos en el desierto de la conciencia de los políticos, puesto que nadie parece ser capaz de hacer virar este Titanic que sigue acercándose a toda velocidad al iceberg.

¿No les da la sensación de que hay mucha materia sobre la que reflexionar en vez de perder el tiempo mofándose de una menor?

José Ángel Mañas es escritor.

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