¿Castigarán las urnas a los corruptos?

No sé si somos lo bastante conscientes ni si lo asumimos con suficiente responsabilidad, pero lo cierto es que, desde el punto de vista de la estructura política y social, el problema más escandaloso de nuestro país y el de mayor repercusión esencial es el de la corrupción en todos los distintos episodios en que se manifiesta por todo el Estado. Gran parte de estos episodios se producen en el ámbito administrativo y político, habitualmente en torno a concesiones o adjudicaciones públicas, manipuladas en beneficio de los propios administradores o del mantenimiento económico de los partidos políticos, y del gran volumen de las prebendas particulares que ellos mismos generan. Visto en conjunto, sorprende que esta densidad de corrupción descarada y, a menudo declarada, no haya provocado –no provoque, hoy mismo– una reacción popular más fuerte y contundente, una toma de posición de toda la ciudadanía, dispuesta a cortar de raíz una situación insostenible, una ofensa irreversible a las ya escasas esperanzas democráticas.

Casi diría que esta falta de reacción violenta de los ciudadanos, esta especie de conformidad o resignación fatalista –el reconocimiento de la propia impotencia para exigir honestidad– es, sintomáticamente, tanto o más grave que los mismos episodios de la corrupción. Porque solo se puede explicar como una pérdida moral colectiva, consecuencia de un general descrédito de la democracia y de sus principios fundamentales. Es cierto que los medios de comunicación han divulgado el tema, pero su asimilación por parte de la ciudadanía ha sido más bien en tono de acontecimiento escandaloso, puntual y anecdótico, y no como el anuncio de una caída radical y traumática de todo el sistema democrático. Y esto, seguramente, se verá más claro aún en las próximas elecciones. Me temo que, si antes no ha habido una explosión social que avale una nueva conciencia colectiva, gran parte de la ciudadanía no castigará, en absoluto, a los corruptos confesos, a los partidos que los amparan y a los grupos de presión que se benefician de ellos. Todos resurgirán o se mantendrán como si no tuvieran pecados por expiar. Tendremos que contentarnos con el gesto de la abstención que, pese a su eficacia, en sí mismo ya es una muestra de decadencia cívica.

¿Por qué no salimos violentamente en defensa de la democracia? ¿Por qué solo somos espectadores resignados? Serán muchas las razones que sociólogos y politólogos ya habrán analizado. Pero, simplificando, podríamos indicar un par: el desencanto político y la pérdida de valores morales de la democracia, lo que los más adictos a los símbolos de la historia podemos llamar espíritu republicano. El desencanto es evidente y tiene su base, sobre todo, en la reconocida ignorancia de los políticos y la reincidente inoperancia de los partidos, pero, también, en las insuficiencias programáticas y legislativas que no permiten asegurar una justa, adecuada y controlada participación ciudadana en las estructuras de decisión. Con malos políticos, malas leyes electorales y partidos torpemente estructurados en el egoísmo gremial, lo mejor es dejarlo correr y abstenerse. Por otro lado, la pérdida del valor moral del espíritu republicano debe ser, incluso, más importante. Todos participamos en el juego de la corrupción sin casi tener conciencia hasta utilizarla como un instrumento habitual, aunque sea a pequeña escala: el dinero negro, la declaración fraudulenta de beneficios, el tráfico de influencias, las trampas en el pago de impuestos, los actos inciviles, las delincuencias subterráneas son los escenarios de la corrupción universal, especialmente, en el Estado español. Una sociedad tan fundamentalmente corrupta no tiene fuerza para levantarse contra los estamentos de la más alta corrupción. Todo lo contrario: es el ámbito degenerado en el que, incluso, se admira a los administradores y políticos que han sido suficientemente avispados para hacerse una fortunita con robos relativamente discretos. La sociedad española no se levantará jamás contra la corrupción porque, ella misma, en su esencia, ya es demasiado corrupta. Cree poco en los valores morales de la democracia y demasiado en los éxitos de la corrupción ineludible.

Y el resumen de todo ello es un fracaso de la democracia, esta democracia que nos han adjudicado según los intereses de unos partidos y unos grupos de presión nada democráticos y sin moral cívica. Y este fracaso es grave porque solo puede solventarse cambiando los fundamentos del actual desastre social, penetrando a fondo, generando una revolución. Si no empezamos por esta revolución, mejor que nos contentemos con el maquillaje de la corrupción. Unas cuantas fianzas para unos cuantos corruptos y vuelta a empezar: los grandes partidos corruptos no serán ni levemente castigados. Es decir, el pequeño residuo de democracia que aún nos queda –las elecciones– no servirá ni para disimular la catástrofe.

Oriol Bohigas, arquitecto.