Castraciones y esterilidades

Dice el refrán que por la boca muere el pez, y ciertamente a muchos políticos -aunque no sólo a ellos- les pierde la brillantez de una metáfora. Quedan seducidos por la fuerza de una imagen que, si la pensaran hasta el final, reconocerían que puede volverse contra ellos mismos. Recientemente el líder nacionalista catalán Artur Mas usaba en las páginas de este periódico la imagen de la castración para referirse a lo que el PP y el PSOE han hecho con el Estatuto catalán: el PP lo habría sometido a una castración física, y el PSOE a una castración química. Que viene a ser lo mismo.

Pero quizá convenga comenzar por el inicio. Se castra lo que se supone que puede y quiere tener consecuencias productivas, se somete a castración la capacidad reproductiva para evitar la fecundación. Y la pregunta inicial que nos debemos hacer es si el Estatuto de Cataluña nace de una voluntad reproductiva, de la intención de fecundar con nuevas fuerzas el Estado, de dar nacimiento a una nueva situación en la que no sólo ellos, sino los demás que son imprescindibles en todo proceso reproductivo y de fecundación, se reconozcan renovados, renacidos, reinventados.

Mucho me temo, sin embargo, que la tónica general de la que nace el Estatuto y que lo inspira de la primera a la última letra, es el solipsismo. Es un texto que vive de la autoafirmación; es una propuesta hermética; es un proyecto que habla de un nosotros encerrado en sí mismo: tenemos derecho a, nos afirmamos como, somos lo que decimos que somos, los demás nos tienen que reconocer en lo que nosotros queremos ser, los demás se tienen que ajustar a nuestras exigencias -que son derechos porque los proclamamos nosotros-, sólo podemos vivir en la casa conjunta si se admiten nuestros planteamientos...

Vaya por delante que creo que algunos planteamientos del Estatuto catalán pueden ser de justicia. Especialmente estoy convencido de que el sistema español de financiación autonómica no se sostiene: la falta de coherencia, aunque fuera inversa, entre el ranking de comunidades por PIB y el ranking por gasto público por persona es una auténtica irracionalidad.

Pero la manera de plantear la cuestión por parte de la mayoría de partidos catalanes ha sido autista y estéril. No hacía falta ninguna castración del Estatuto, porque éste era, en su mismo núcleo, inútil. Ese es el problema. Para que una propuesta política de parte para el todo sea productiva, fecunda, capaz de dar paso a algo nuevo, debe cumplir con unas condiciones mínimas que son conocidas por todos.

Si se quiere cambiar la casa en la que se vive, si se quieren hacer reformas para agrandar el espacio de algunos de los habitantes, es preciso que todos los que habitan en esa casa sean escuchados.

Pero en el Estatuto catalán sólo algunos tenían derecho a hablar. Los demás sólo tenían derecho a escuchar y a aceptar esas reivindicaciones. El pacto del Tinell y el cordón sanitario dejaron fuera de la conversación a toda aquella parte de la casa común sin la cual es imposible revisar los planes de construcción. Y no basta con la construcción, a posteriori, de un discurso que tilde de caverna mesetaria a cualquier voz discrepante.

Nunca se ha visto una unanimidad autista tan grande como en el caso de Cataluña, de sus medios de comunicación y la mayoría de sus opinantes. Incluso ahora, cuando alguien critica que los políticos catalanes no se atrevieron a decirle al Príncipe lo que no quería oír, sino que se limitaron a regalar sus oídos, tiene que justificarse antes diciendo que ha existido anticatalanismo y una agresión a Cataluña.

El gran pintor catalán Dalí es el autor de una pintura que se titula El gran masturbador. Tendrán razón los expertos que hablan de que toda la obra de Dalí es la contemplación de sí mismo, y que cada cuadro nace de sus experiencias personales. Pero también es cierto que no pocos análisis de las sociedades modernas y de los individuos marcados por ellas apuntan al narcisismo en el que caen, a la tendencia al subjetivismo, a la negación de la realidad, a las fantasías complementarias de omnipotencia y de impotencia radical en las que se ven a sí mismos.

Estos análisis sirven también para comprender la realidad política, la de los líderes que nos han tocado en suerte, pero también la de los movimientos que condicionan nuestras vidas.

Y no me cabe la menor duda de que en los nacionalismos actuales hay no poco de masturbación, de ensimismamiento, de fantasías de omnipotencia junto a la creencia de ser víctima de no se sabe qué agresiones externas.

Todo en el nacionalismo se revuelve en torno a lo que se le hace al grupo, a lo que siente el grupo, a lo que el grupo tiene derecho. A nivel individual todo ello es considerado egotismo que necesita tratamiento y al que el entorno se puede y se debe enfrentar. Pero en el caso de los mismos síntomas a nivel de grupo, parece que la capacidad de análisis crítico desaparece.

Un comentarista que escribe en estas mismas páginas, y que se confiesa independentista catalán, ha utilizado en muchos de sus comentarios el calificativo de adolescente e inmaduro para hablar del nacionalismo preponderante catalán. No seré yo quien le corrija la plana: adolescente e inmaduro es otra forma de decir estéril, ocupado y preocupado consigo mismo, de forma que es incapaz de establecer relaciones fecundas y reproductivas con los demás.

En estas situaciones no se necesita ningún tipo de castración, puesto que la esterilidad está garantizada en el sustrato mismo del planteamiento: mientras no se sale de sí mismo, no se alcanza a establecer relaciones maduras con los demás, no hay posibilidad de fecundación, todo se queda en una gran masturbación. Aunque sea colectiva.

Lo peor es que se sea incapaz de ver esa realidad de onanismo, y se atribuya la situación propia a la voluntad castradora de los demás.

Joseba Arregi, ex diputado del PNV y autor de numerosos ensayos como Ser nacionalista y La nación vasca posible.