Catalán y castellano, juntos

El pasado 12 de septiembre el diario EL MUNDO publicó un interesante artículo de Félix Ovejero, profesor de la Universidad de Barcelona, titulado Menos es mejor. Estaba dedicado a las lenguas, en particular a las de España. El título responde a la idea, que el autor sostiene, de que es mejor que haya menos lenguas a que haya muchas. Los idiomas, dice Ovejero con pleno acierto, son instrumentos de comunicación, y tanto más útiles serán cuanto mayor sea el número de individuos con que nos permitan comunicarnos.

El artículo en cuestión evoca procesos históricos bien conocidos que se dieron en países culturalmente tan próximos al nuestro como Francia o Italia. En el país vecino la Revolución Francesa se propuso la extensión a todo el territorio y todo el espectro social de una lengua que, antes de aquella, solo uno de cada tres franceses hablaba. En Italia solo un 3% de los individuos que llegarían a expresarse en lo que llamamos italiano –el toscano– lo hablaban en 1830.

El caso de España es distinto, y no solo por la más temprana generalización de la que hoy es nuestra lengua común. También porque el catalán, con sus variedades, tuvo un amplio cultivo literario hasta el siglo XV, después del cual entró en crisis en ese mismo aspecto –no tanto en otros–, padeció un bache histórico que iba a durar más de tres siglos, durante los cuales su empleo como vehículo de comunicación escrita e impresa desde luego no desapareció, pero sí se vio considerablemente mermado. Según datos ofrecidos por Ricardo García Cárcel, de los libros impresos en Barcelona a lo largo del siglo XVI un 44% estaban en castellano, un 23,5% en catalán y el resto (32,5%) en latín. En la década final del mismo siglo la producción editorial en catalán descendió al 8,25% mientras que los libros en castellano alcanzaron el 76,21%.

Esa preferencia por el castellano, ya lengua común de España, no se debió a ninguna aviesa política anticatalana alentada desde el poder, en absoluto. Como bien dice Ovejero, a un monarca del siglo XVII le traía sin cuidado qué lengua se hablaba en sus territorios.

Insisto, lo que descendió en picado desde el XVI fue el empleo literario del catalán, que quedó relegado a otros ámbitos: no solo al habla familiar sino a buena parte del uso administrativo, notarial, eclesiástico, etcétera. Gracias a que su postración no fue total –ahí está, por ejemplo, la figura del célebre Rector de Vallfogona– se le puede seguir la pista al idioma durante los primeros siglos modernos, mucho más que al vascuence, con un cultivo escrito paupérrimo –el primer libro impreso en esa lengua es de 1545–, y al gallego.

La llegada de los Borbones al trono de España sí trajo aparejada una política activa de postergación del catalán en el terreno administrativo. Es célebre una disposición que reciben los corregidores en 1716, la de que deben procurar «introducir la lengua castellana» mediante «instrucciones y providencias muy templadas y disimuladas, de manera que se consiga el efecto sin que se note el cuidado». Convengamos en que esto sí es bastante avieso.

Mas no sé si tan eficaz. Hablar, como se ha hecho, de un «genocidio lingüístico» en el XVIII español es completamente desmesurado, y, más aún, falso. Si el declive literario del catalán comenzara entonces las cosas encajarían. Pero resulta que había empezado dos siglos antes. Es más, parece evidente que si los gobernantes de la España borbónica se hubieran propuesto el exterminio del catalán difícilmente hubieran encontrado un momento de debilidad más propicio para ello que el de entonces. Pero es que no se lo propusieron. Y es, también, que, venturosamente, los gobernantes, ni siquiera cuando se lo proponen, no pueden tanto sobre las lenguas. El catalán sobrevivió, superó su bache histórico, remontó el vuelo, llegó la Renaixença. Suele darse como fecha simbólica del arranque de la reviviscencia 1833, la de la composición –en Madrid…– de la Oda a la Pàtria de Buenaventura Carlos Aribau.

Cuando el gran erudito catalán Antonio de Capmany se vio precisado a ofrecer en sus Memorias históricas sobre la marina, comercio y artes de la antigua ciudad de Barcelona cierto antiguo documento en lengua catalana, desistió de hacerlo en ella. Lo tradujo al castellano, porque la lengua del original, razona, «es ya anticuada en el mayor número de los vocablos, y por otra parte sería inútil copiarlo en un idioma antiguo provincial, muerto hoy para la república de las letras y desconocido del resto de Europa».

Para Capmany, pues, en 1779, el catalán es un idioma «muerto», pero, atención, muerto para la república de las letras. Bien sabría él que en el uso cotidiano seguía vivo. Lo que acaso no previó es que esa lengua que él consideraba muerta para la república de las letras podría resucitar para ella. Como en efecto lo hizo. Con desafiante orgullo iba a titular Constantí Llombart sus apuntes biobibliográficos de autores valencianos Los fills de la morta-viva (1879).

Es extraño que a lo largo del valioso artículo de Ovejero no aparezcan en ningún momento ni el sustantivo bilingüismo ni el adjetivo bilingüe. Y, sin embargo, lo peculiar de la realidad lingüística de Cataluña ha sido la coexistencia o la convivencia secular –dejo ahora aparte el complejo problema de lo que técnicamente se denomina diglosia– de dos lenguas, el catalán y el castellano o español. En este sentido, he de hacer a su artículo una apostilla que estimo muy necesaria. Le parece a Ovejero muy significativo que «en 1641, en plena independencia frente al ocupante español, según la mitología nacionalista, se escribiera en castellano el panegírico fúnebre de Pau Claris, presidente durante unos días de la única República catalana realmente existente».

En efecto. Se alude ahí al folleto Lágrimas catalanas al entierro y obsequias del Illustre Deputado Ecclesiástico de Cataluña Pablo Claris…, debido a un fraile de la Orden de San Agustín llamado Gaspar Sala, e impreso en Barcelona en 1641. Pero, atención, simultáneamente apareció este otro opúsculo en vernáculo de muy barroco título: Occident, eclipse, obscuredat funeral. Aurora, claredat, belleza gloriosa. Al sol, lluna y estela radiant de la esfera, del epicicle del firmament de Cathalunya. Panegirica alabança en lo ultim vale, als manes vencedors del molt Illustre Doctor Pau Claris; su autor es el doctor Francisco –así en la portada, no Francesc– Fontanella «barcelonés». Hay edición moderna (2008) a cargo de Montserrat Clarasó y Maria-Mercè Miró. No la hay en cambio de las Lágrimas catalanas.

¿Cabe mejor ejemplo de la coexistencia de ambas lenguas? Añadamos el dato no menos elocuente de que ese fray Gaspar Sala que optó por el castellano para su fúnebre panegírico de Claris también manejaba el catalán, lengua en la que escribió y publicó su Govern polìtich de la ciutat de Barcelona, pera sustentar los pobres y evitar los vagamundos (1636).

Catalán y castellano. Juntos los distintos. Ojalá por mucho tiempo, ojalá para siempre. Eso sí que es lo mejor.

Pedro Álvarez de Miranda es catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de la Real Academia Española.

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