Dentro de las negociaciones para la formación de un Gobierno “progresista y reformista”, Pablo Iglesias propone dejar la cuestión catalana en manos de “dos fuerzas políticas catalanas”, el PSC y la confluencia En Común Podem, y asegura que a Pedro Sánchez “no le parece mal”. En la rueda de prensa posterior a su reunión con Sánchez, Iglesias insistió repetidamente en la catalanidad del PSC y En Comú Podem para justificar que sean ellos quienes resuelvan el problema, negando en todo momento a Ciudadanos la condición de partido catalán, como si la formación naranja fuera originaria de Madrigal de las Altas Torres y no de Barcelona.
“Ojalá ese Gobierno a la valenciana -que propone Podemos- tuviera apoyos por activa y por pasiva de los grupos catalanes, de los grupos vascos, y de Ciudadanos también”, dice Iglesias. Los grupos catalanes, claro está, son los partidos que en mayor o menor medida asumen la existencia de un conflicto entre dos sujetos de soberanía equiparables y oponibles entre sí, Cataluña y España-sin-Cataluña, y que propugnan soluciones que van desde un confederalismo difuso hasta la completa separación entre ambos sujetos. Todo el que se aleje de esa jibarización de la realidad catalana será expulsado de la catalanidad e inhabilitado para proponer soluciones al mal llamado “problema catalán”, como si éste no fuera el principal problema español de los últimos cien años. Es la misma lógica excluyente que presidió el Pacto del Tinell (2003), que supuso el arrinconamiento sistemático del PP de Cataluña en el proceso de reforma del Estatut, cuando el PP era el partido más votado de España. Pretender resolver la cuestión catalana sin tener en cuenta la realidad del conjunto de España, como si Cataluña fuera un compartimento estanco, intentando colar una reforma constitucional a través de una reforma estatutaria, solo puede desembocar en soluciones parciales y negadoras de la pluralidad constitutiva de Cataluña.
Por lo demás, sorprende que a Sánchez no le parezca mal la idea de Iglesias de excluir a Ciudadanos de la negociación sobre Cataluña, no solo porque ello implica echar tierra sobre su acuerdo previo con Albert Rivera, sino también porque supone soslayar el hecho de que Ciudadanos, Ciutadans, es hoy por hoy la primera fuerza de la oposición en el Parlamento catalán con 25 escaños, muy por encima de la tercera, el PSC (16), y de la cuarta, Catalunya Sí que es Pot (11), el equivalente funcional de En Comú Podem. A pesar de todo, Iglesias sigue diferenciando entre las fuerzas catalanas y Ciudadanos. Una vez más, Podemos asume la nomenclatura de los nacionalistas. Bien es cierto que lo que Podemos abraza por convicción autodeterminista, con todo lo que ello conlleva, viene siendo asumido por condescendencia funcional en el lenguaje político español desde el advenimiento de la democracia. De ahí que Democràcia i Llibertat se siga llamando Grupo Catalán en el Congreso. Y ya se sabe que el lenguaje conforma la realidad.
Cualquiera diría que plantear desacomplejadamente desde Cataluña un proyecto para toda España implica necesariamente renunciar a la catalanidad, como si el hecho de no asumir la confrontación entre Cataluña y España y de propugnar la unión y la igualdad entre españoles te hiciera menos catalán. Esa es la base sobre la que los nacionalistas catalanes, autoerigidos en representantes exclusivos y abusivos de la catalanidad, han cimentado su hegemonía desde la llegada de Jordi Pujol a la Generalitat, en 1980, y el motivo por el cual los líderes nacionalistas nunca hablan de Ciutadans sino de Ciudadanos, como si el hecho de decir su nombre en castellano minara su catalanidad. Algunos sentimos vergüenza ajena cuando al exvicesecretario de Organización del PP, Carlos Floriano, y a otros líderes populares les dio por mimetizar el mecanismo refiriéndose a Ciudadanos como Ciutadans, incluso Siudatans, como si el hecho de decir su nombre en catalán minara su españolidad.
Desde la entronización de Pujol, la idea de que ser catalanes es nuestra manera de ser españoles sedujo a muchos catalanes no nacionalistas, entre los cuales me incluyo. El problema ha sido que la idea, potencialmente integradora, fue monopolizada durante muchos años por los nacionalistas otrora considerados moderados que, al paso que la defendían, iban imponiendo una única forma, excluyente y reduccionista, de ser catalán, la suya. Así, esa idea tan sugestiva, por conciliadora, se fue desvaneciendo hasta que quedó claro que lo que en el fondo pretendían los nacionalistas era que los catalanes dejáramos de ser españoles suavemente, sin sobresaltos. Pretendían que nuestra manera de ser españoles fuera ser catalanes hasta que por fin, por obra y gracia de la propaganda sistemática en los medios públicos y subvencionados, nos diéramos todos cuenta de que ser español es incompatible con ser catalán, que comprendiéramos que la única manera posible de ser catalanes era dejar de ser españoles. A tal efecto se presentaban como catalanistas y no como lo que en realidad han sido siempre, nacionalistas o, lo que es lo mismo, independentistas, porque catalanismo significa amor o apego a lo catalán, pero no necesariamente desprecio e incluso odio a lo español, que es lo que en esencia alimenta y de lo que se alimenta el nacionalismo catalán.
La catalanidad integra la españolidad y viceversa, por lo que cualquier propuesta, venga de Barcelona o de Madrid, para Cataluña o para el conjunto de España, que parta de la negación de esa recíproca compenetración adolecerá de parcialidad y estará abocada al fracaso.
Ignacio Martín Blanco es politólogo y periodista.