Cataluña

Definitivamente, parece que la maldición de España se confirma: los españoles servimos para descubrir continentes, forjar imperios y dominar el ancho mundo, pero no para gestionar las tareas de ventanilla.

El fracaso nos domina cuando se trata de sobrellevar nuestra vida diaria como Estado, con el aburrimiento y la monotonía de los quehaceres que le son propios, aquellos cuya buena gestión determina el éxito real de un país, como tan bien entendió (aunque ahora parece que ya no tanto) ese eficaz “pueblo de tenderos” que es el inglés.

Por eso, aunque no haya Napoleón, Capeto o protestante que se nos resista, nunca desperdiciamos la más mínima oportunidad de tropezarnos en nosotros mismos, en un infatigable afán por retratarnos como una extraña combinación de nación heroica y Estado casi fallido. Capaces de lo imposible e impotentes para lo más fácil. Épica e inutilidad, todo mezclado en ese viejo cóctel llamado España.

La cicuta que toca en esta época de revival de los viejos y cansinos éxitos de Zapatero es Cataluña. Basta con ver las imágenes de la pasada reunión entre Pedro Sánchez y Torra para comprobar como el brebaje ya está preparado. Un jefe de la cosa regional recibiendo al presidente del Gobierno de España como si se tratara de un jefe de Estado acogiendo a su homólogo extranjero. Y para redondear el esperpento con un gag que ni superaría el mismísimo Azcona, un versallesco cabezazo de su jefe de gabinete en perfecta réplica de los más solemnes del Palacio Real.

Es verdad que la primera reacción puede ser la carcajada, pero la historia nos demuestra que todas las revoluciones más siniestras empezaron siempre con la pérdida del sentido del ridículo.

En todo caso, no hablamos ahora del perjuicio que le causa a España la degradación catalana. No hablamos ahora de la exasperante ruptura de la solidaridad territorial o de la ofensa que sienten las comunidades autónomas que cumplen la ley por los privilegios otorgados a las que no la cumplen porque no la cumplen, o de la desacomplejada violación permanente del mandato constitucional de igualdad entre todos los españoles (sangrante paradoja, por cierto: dejar atrás la dictadura y su discriminación por razón de filiación, raza, sexo, religión e ideología, para terminar asimilando como algo perfectamente natural la discriminación entre españoles por razón del territorio en el que viven).

Ni siquiera hablamos ahora de que una parte de España se haya convertido en un callejón oscuro para unos compatriotas cuyo único pecado es no resignarse a perder su condición de ciudadanos a manos de unos líderes tribales cuyo exclusivo programa político consiste en transferir sus derechos a la tierra, a la Sagrada Tierra de los Països Catalans.

Tampoco hablamos ahora del daño que todo este disparate causa a la imagen de España en el exterior o del sumidero de tiempos y esfuerzos en que se ha convertido la cuestión catalana en una época de convulsiones graves y de transformación del mundo, que requerirían de toda la atención.

De lo que hablamos ahora es de Cataluña. Sólo de Cataluña. De que lo que se está gestando en Cataluña es un pasmoso derrumbamiento moral, político y cultural. Un derrumbamiento cívico absoluto. Cataluña se ha convertido en algo peor que en una madrasa para los constitucionalistas. Cataluña es hoy un manicomio para todos los catalanes, en el que la desesperación de los cuerdos ha de convivir con la locura de los iluminados, en acecho constante para conseguir la rápida lobotomización de los que aún resisten.

Si volvemos la vista atrás a la Diada de 2012 con la que todo comenzó, en la que se pasó de los escasos diez mil resignados participantes del 11-S anterior al tsunami de más de un millón de entusiasmados pregoneros del “Catalunya, nuevo Estado de Europa”, si rememoramos la coreografía de sus masas uniformadas, su furia, su arrebato, su determinación, es inevitable concluir que ya en ese momento muchos catalanes habían decidido la enajenación de su propia dignidad de ciudadanos en beneficio de la tribu.

Si pensamos en lo que vivimos aquel día, hace ocho años, se nos revelan con toda claridad los signos evidentes de la gran mentira que era la “revolución de las sonrisas”. Ya estaban allí los elementos de brutalidad, resentimiento, odio y represión que hoy contaminan Cataluña.

Se acabó Cataluña. Al menos, la Cataluña como patria de la razón, el progreso, la libertad y el sentido común. Todo ha sido sacrificado en el altar de una religión vulgar, oficiada por unos sacerdotes igual de vulgares y en honor a una deidad más vulgar aún.

¿Qué ha de hacer España? Todo está escrito: “conllevarlo”, como dijo el maestro. No hay más.

Seguir cediendo no sólo no arreglará Cataluña, sino que afirmará al independentismo en su estrategia suicida, sacrificará la justicia y la libertad en beneficio del privilegio de unos pocos y la humillación del resto y, finalmente, pondrá en peligro a España porque el primer paso para desaparecer es olvidar lo que se fue y no saber lo que se es.

Marcial Martelo de la Maza es abogado y doctor en Derecho.

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