Cataluña, a vista de catalejo

Cataluña se desvanece en el horizonte. Consideraciones formales aparte, la ley de educación aprobada en el Parlament a principios de mes aumenta el efecto panorámico, de lejanía. Se diría que, para ver a Cataluña desde Madrid, Sevilla o Santander, hiciera falta un catalejo. Estoy hablando de percepciones, no de distancias cabales. Un sitio queda a desmano para nosotros, cuando el esfuerzo de reacomodación que entraña ponerse a vivir en él adquiere un carácter disuasivo. Pensemos en un funcionario de la España interior que acaba de aprobar las oposiciones y cuyo primer destino es Barcelona. Barcelona es estupenda, el Mediterráneo es estupendo, y el invierno más clemente que en Madrid o Albacete. Sin embargo, tendrá que escolarizar a sus hijos en un idioma distinto al que se habla en casa y que, salvo excepciones, ni él ni sus retoños volverán a usar pasados cuatro o cinco años. Ello convierte a la ciudad estupenda en un enclave lateral, esquinado, que de alguna manera se tiende a evitar. ¿Hemos terminado? No. Más allá, o mejor, más acá de las abstracciones en que abundan la Historia o el Derecho, la nación se experimenta como un sistema de facilidades, de inercias básicas. Si fuéramos canicas, y nos echaran a rodar sobre la corteza de la tierra, notaríamos que nos hemos salido del perímetro nacional por el cambio del firme, que ha pasado de liso a áspero. Por descontado, no somos canicas, y no damos un bote al atravesar una frontera. La violencia, el sobresalto, se producen por la acción de fuerzas no físicas: la lengua ajena, la gastronomía ajena, los horarios desplazados, las fórmulas que se aplican a los trámites de la vida cotidiana. Estas novedades, estas diferencias en el peraltado vital, reducen al foráneo a un estado de alerta perpetuo: a evacuar de modo deliberado, desde retaguardia, lo que entre connacionales es llano y sencillo, y por así decirlo, automático. Nuestro funcionario virtual podrá manejarse, no cabe duda, en castellano. Ahora bien, el propósito expreso de la clase política catalana es convertir esta expansión primaria en un hecho extraordinario, que el oriundo tolera por cortesía y que el meteco no podrá ejercer sin el sentimiento de ser inoportuno, o por lo menos abusivo en su interpretación de las reglas de la hospitalidad. La resulta es un precipitado ambiental, aún más que social, poco propicio a la circulación libre de personas, familias, y profesionales.

La construcción de un espacio civil convexo, o si se prefiere, cerrado y recogido sobre sí, ha sido bautizado, en la jerga política catalana, con una expresión reveladora: «hacer país». Hacer la nueva Cataluña, es deshacer la Cataluña que se ha heredado del pasado inmediato, y lo último, deshacer esa Cataluña, es purificarla de los ingredientes que habían terminado por entrar en su composición luego de una convivencia accidentada, pero también muy larga, con el resto de España. La voluntariosa rectificación de la realidad recibida nutre el ideario de todos los nacionalismos modernos. Se trata de un intento plagado de paradojas. Las naciones no se recuperan a sí mismas. El retorno a un punto original, a un punto cero, es una fantasía teológica, no una hazaña realizable en el tiempo histórico. A lo sumo, las naciones se redefinen negando una parte de lo que las constituye. Entonces mudan, sí, pero para sustanciarse en otra cosa, no en la que fueron en un albor de leyenda. Resulta inútil, con todo, entretenerse en estas reflexiones generales. Aparentemente, Cataluña ha enfilado el camino de la separación, una separación que podría concretarse en su desprendimiento territorial o, de modo más verosímil, en una componenda que no diferiría en la práctica de la separación a secas. Pero, ¡atención!, he introducido la cláusula «aparentemente», reforzándola con cursivas, con perfecta deliberación.

En efecto, es posible razonar a la inversa: aparentemente, Cataluña alimenta la idea de ser no sólo la primera de las regiones de España, sino la región que rija a España. Lo refleja el viejo proyecto maragalliano de conseguir un monopolio de la energía española, con el séquito opas e intrigas que todos conocemos, y que sería prematuro dar por finiquitado. Y lo corrobora el alborozo y fervor con que se ha inaugurado en Barcelona la nueva terminal de El Prat. Líbreme Dios de negar el derecho de Barcelona a disponer de una terminal deslumbrante. Pero se hace difícil, más valdría decir, imposible, evitar desde Madrid la sensación de que se ha abierto la terminal de El Prat con el espíritu agonal con que se celebra una goleada del Barça al Real Madrid después de que el Real Madrid haya ganado al Barça. Los vítores en Barcelona sonaban a consigna futbolera: la Liga sigue viva. Se diría que El Prat no sólo persigue ser El Prat, sino convertirse en Barajas. Todo esto es muy extraño. Se comprende que se desee la independencia. Y se comprende que se intente hombrear sobre el resto de España en lo económico y lo cultural. Estas cosas se comprenden tomadas por separado, o una después de otra. Lo que no se comprende, es que se anhelen las dos cosas a la vez. No se entiende que una región que apunta a la independencia, apunte simultáneamente a la hegemonía sobre la nación de la que se quiere independizar.

El que esto sea extraño no quita, sin embargo, para que sea real, es decir, para que la aspiración a la preeminencia y la aspiración a la independencia subsistan, yuxtapuestas, en el alma de muchos catalanes. Va de suyo que el experimento no puede salir bien. Cabe aquí invocar la sentencia de El Gallo: lo que no puede ser, no puede ser, y además es imposible. Durante gran parte del XIX y los primeros tres cuartos del XX Cataluña estuvo instalada, quitando algunas situaciones excepcionales, en uno de los brazos de la aporía. Barcelona era la capital económica de España. En 1975, a igualdad, o casi, de renta familiar disponible per cápita, el PIB de Cataluña aventajaba al madrileño en una proporción de cinco a tres. Esta superioridad antañona fue consecuencia del carácter industrioso de los catalanes, pero también de la existencia de un mercado cautivo y de una política de inversiones públicas muy sesgada en beneficio de la región.

El ingreso en Europa, la globalización y la propia evolución de España en su conjunto han estrechado el margen catalán y amortecido quizá el atractivo de España para muchos nacionalistas templados. No es excluible que nos hallemos en una etapa de transición, y que la clase política catalana, después de descubrir que la ubicuidad es un don del que sólo disfruta Dios, se resigne a los inconvenientes que trae aparejados la independencia. Los triestinos, a comienzos del siglo pasado, sabían que la incorporación a Italia de Trieste, único puerto de mar del Imperio Austro-Húngaro, reduciría considerablemente la proyección económica de su ciudad. Ello no arredró a los irredentistas, porque se colocaba la patria por encima del bienestar. Podría suceder otro tanto, lo repito, en el caso de Cataluña.

Pero no lo tengo demasiado claro. Tiendo a creer, y ahora cito a Ortega, que lo que les pasa a muchos catalanes es que no saben lo que les pasa. Fíjense en la zapatiesta que se ha levantado a propósito de la financiación autonómica. Según ERC, Cataluña ha derrotado al Estado y acorta la distancia que la separa de la independencia; según otros, invertir en Cataluña es lo que más conviene a todos los españoles. Desde fuera, las dos afirmaciones parecen inconciliables. Desde dentro, se empalman con una naturalidad estupefaciente. Algunos hablan de un conflicto de perspectivas, o poniéndose refitoleros, de sensibilidades. Yo creo que el problema es de lógica elemental. Va siendo hora de tomarse los silogismos en serio.

Álvaro Delgado-Gal