Cataluña como problema democrático

Poco a poco, parece extenderse la creencia de que el debate sobre el derecho a una eventual secesión de Cataluña es un debate entre legalidad y democracia. También, de alguna manera, una disputa ideológica entre, pretendidamente, fuerzas de progreso, aquellas que defienden, al menos, la posibilidad de ejercer un denominado derecho a decidir, y fuerzas conservadoras, sino directamente reaccionarias, que defienden el mantenimiento de la unidad del Estado y, en todo caso, el respeto a la legalidad. Como es natural, quienes propugnan las tesis secesionistas subrayan la plena legitimidad de su posición. Una legitimidad que, de forma más o menos expresa, se niega a la posición contraria. Contrastemos estas posiciones.

Aquellos que defienden el llamado derecho a decidir, y la independencia como eventual consecuencia, argumentan que la tesis secesionista tiene un plus de legitimidad por apoyarse en valores como la libertad, la democracia o la justicia. Legitimidad fuerte frente a una legitimidad débil. Son muchas las ideas que podrían usarse para rebatir esta posición. Baste decir que en una democracia se exigen argumentos muy poderosos para convertir en extranjero a un conciudadano. Parece cuestionable hacer elegir ciudadanía al catalán que vive en otra comunidad española y a aquel que desea seguir viviendo en Cataluña, pero no entiende de forma excluyente su condición identitaria, especialmente cuando no se da, ni remotamente, ninguno de los motivos que justifican en derecho internacional y filosofía política el ejercicio de la secesión.

Y no se dan porque el presente nivel de autogobierno garantiza de forma incuestionable el ejercicio de derechos individuales y de las expresiones culturales del ser catalán. Más aún, todo lo que se aduce como justificación de la apuesta independentista, identidad, autogobierno, financiación, tiene solución en un marco jurídico y político común. Por todo ello, puede sostenerse que defender la consecución de un marco compartido que de satisfacción a todos es más acorde con los valores que sustentan la legitimidad en una sociedad democrática que la posición contraria.

Por otra parte, el principio democrático parece monopolizado por aquellos que defienden la independencia. La única exigencia de este principio sería la celebración de un referéndum para ejercer el derecho a decidir. Desde luego, es una parte del debate. Pero las exigencias democráticas no se limitan al hecho de votar, pues la democracia supone exigencias adicionales para los poderes públicos. Así en el supuesto que se comenta, la celebración de un referéndum, y el conjunto del debate sobre la independencia, plantean exigencias ineludibles y previas a cualquier decisión sobre una eventual votación. Entre las mismas, un funcionamiento equilibrado de los medios de comunicación públicos, la garantía de igualdad de oportunidades para todas las opiniones o, por supuesto, una información amplia y fidedigna sobre las condiciones y consecuencias de la independencia. También unos tiempos y un procedimiento que respondan perfectamente a las exigencias de un asunto de tanta trascendencia. No es posible debatir sobre la eventual celebración del referéndum si las reglas esenciales del juego no se han establecido. O, más bien, se han establecido unilateralmente.

Pero, antes de nada, se encuentra el propio respeto a la legalidad. En una sociedad democrática, la legalidad es expresión de la voluntad del pueblo y cualquier opción política, para respetar el propio principio democrático, debe encauzarse a través de la misma. En ocasiones, como es el caso, el ordenamiento no da satisfacción a una voluntad política determinada, pues la independencia de Cataluña no es posible en el presente marco jurídico, por lo que la consecución de tal objetivo obliga a reformar nuestro ordenamiento. No se trata de un mero formalismo jurídico, pues el gobierno de las leyes sigue siendo la forma más virtuosa de la democracia.

Finalmente, parece ganar posiciones la idea de que apoyar la posibilidad de la independencia de Cataluña o, al menos, ser equidistante respecto de la misma, es sinónimo de progreso mientras que la tesis contraria sería manifestación de un españolismo rancio. Semejante consideración, al menos, sorprende. En una visión conjunta del Estado, única posible desde fuera de Cataluña, identidad y financiación, principales argumentos del soberanismo, particularmente el segundo, pueden definirse como regresivos. Así, será necesario que se expliquen las consecuencias financieras sobre otras comunidades autónomas de materializarse esa independencia. O el ejemplo que se proyecta sobre el proceso de construcción europea, particularmente en el actual contexto de crisis. Renunciar a esta dimensión de la solidaridad tiene consecuencias inevitables sobre la idea y praxis de justicia.

Se ha dicho que no es posible entender España sin Cataluña. Como no es posible entender Cataluña sin España, pues no son dos realidades separadas. Es mucho más lo que une que lo que separa. Ninguna de las cuestiones que se aducen para defender el proceso de secesión son irresolubles si existe voluntad de resolverlas. Así, es plausible pensar en modelos jurídicos y políticos que encuentren acomodo en un Estado común a posibles déficits en materia identitaria y de financiación. La opción por ese Estado no se sostiene en una legalidad anacrónica. Está sostenida por la legalidad y por la legitimidad. Por el principio democrático y por una comprensión del Estado como instrumento de justicia redistributiva. Por los ideales de solidaridad e integración que representa Europa. Es el momento de convencer: desde el derecho, pero, ante todo, desde la razón.

José Tudela Aranda es letrado de las Cortes de Aragón.

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