Cataluña: el proceso, fase final

Que un prófugo de la justicia haga un discurso en el centro de Barcelona, acompañado por la segunda autoridad de la comunidad autónoma, en un lugar que se conocía desde ayer, en el que se montó un escenario, presumiblemente, con la autorización del Ayuntamiento de Barcelona, sin que ese prófugo sea detenido, muestra la escasa voluntad de muchas autoridades en colaborar con los jueces. Queda claro que el estado de rebeldía institucional que dominó Cataluña entre los años 2012 y 2017 se mantiene. A escasos metros del lugar en el que apareció Carles Puigdemont se desarrolló otro acto que no solamente muestra la vigencia del procés, sino su culminación. Me refiero a la investidura de Salvador Illa, un candidato socialista que accede a la Presidencia de la Generalitat con un programa abiertamente nacionalista.

Cataluña: el proceso, fase final
Sean Mackaoui

La vinculación entre la investidura de Illa y la revitalización del procés quizá sorprenda, pero tan solo a quienes identifican este con la independencia, olvidándose de todo lo que es necesario para llegar a ese objetivo. Y sin caer en que el medio es, en buena medida, también el fin. En este sentido, hay que subrayar que el proceso ha implicado que las instituciones constitucionales en Cataluña se hayan alejado, primero de la lealtad constitucional; posteriormente, del cumplimiento de la legalidad; y, finalmente, del respeto a los principios democráticos básicos. Todo ello intentando construir una nación que hiciera inevitable la creación de un Estado. Desde esta perspectiva, los años transcurridos entre 2012 y 2017 no son más que una etapa especialmente virulenta dentro de un plan más extenso. Antes de 2012, y durante más de 30 años, desde que Jordi Pujol llegó a la Presidencia de la Generalitat, se construyeron o adaptaron estructuras de poder que resultarían imprescindibles para, por una parte, modelar la sociedad de acuerdo con los principios del nacionalismo catalán; y, por otra , disponer de herramientas útiles para desafiar al Estado.

La comunidad autónoma catalana, sin embargo, aún carece de dos elementos clave en la estructura del poder público: tribunales y hacienda. En relación a esta última, es cierto que existe una hacienda autonómica. Pero la recaudación y la gestión de los impuestos en Cataluña sigue siendo, básicamente, una competencia estatal. De esta forma, es el Estado el que transfiere recursos a la Administración autonómica, sin que esta pueda acceder directamente a los tributos que satisfacen los residentes en Cataluña. El propósito nacionalista es que sea al revés, tal como sucede en el País Vasco y Navarra; siendo la comunidad autónoma la que paga una cantidad al Estado por los servicios comunes que este aún gestiona.

No por casualidad, el proceso en sentido estricto -esto es, los años 2012 a 2017- da comienzo con el viaje del entonces presidente catalán, Artur Mas, a Madrid para exigir (más que pedir) al presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, un pacto fiscal para Cataluña. La respuesta de Rajoy fue lógica: no se puede decidir la financiación de una comunidad autónoma al margen del resto. A partir de aquel momento, la actitud de explícita rebeldía institucional de la Generalitat condujo a la consulta de 2014, al referéndum de 2017 y a dos (o tres, aquí no hay espacio para aclararlo) declaraciones de independencia en octubre de 2017. Aunque mi impresión es que la petición de un pacto fiscal para Cataluña no era más que un pretexto para generar el conflicto, y justificar así un pretendido agravio, no puede negarse que el inicio formal del proceso fue la negativa a otorgar a esta comunidad autónoma un trato fiscal privilegiado.

Ahora ese trato fiscal específico se ha conseguido gracias al pacto ente los socialistas y ERC. Este es el elemento nuclear del acuerdo que ha dado la investidura a Illa. Su realización otorgaría a Cataluña el penúltimo elemento que le falta para disponer de todas las herramientas de un Estado. No es extraño, por tanto, que ERC, una formación política que, en líneas generales, hace política a largo plazo, haya apoyado a Illa. El pacto suscrito por los socialistas es, en todos sus términos, una entrega del PSC (y del PSOE) a los planteamientos nacionalistas. Aparte del tema nuclear del pacto -la cesión de la fiscalidad-, la perspectiva que se asume en el resto de materias de las que se ocupa el acuerdo es la tradicional de ERC. Así, en lo que se refiere al relato sobre lo sucedido durante los últimos años en Cataluña, se mantiene la tesis de un conflicto político que no debería haberse judicializado y en el que los damnificados han sido los condenados por haber intentado derogar la Constitución en Cataluña. Además, se recoge el reconocimiento nacional de Cataluña y la posibilidad de un referéndum sobre su organización política.

En materia de lengua, el acuerdo refleja la aspiración nacionalista de que el catalán se convierta en el idioma común de la sociedad, lo que exige continuar con las políticas de exclusión de la lengua mayoritaria entre los catalanes, el castellano. Hablamos de políticas que reciben el piadoso nombre de políticas de promoción del uso del catalán para esconder su auténtica finalidad. En lo que se refiere a la presencia de las lenguas oficiales en el sistema educativo, el acuerdo respalda el inconstitucional sistema de inmersión obligatoria en catalán, recogiendo punto por punto las medidas que los tribunales han declarado ilegales en los últimos años. Además, se prevé la exigencia del catalán a profesores, personal sanitario y demás servidores públicos; y el cumplimiento de la legislación sobre lengua en rotulación y atención al público (es decir, multas lingüísticas).

También se garantiza en el pacto el mantenimiento de la red de embajadas de la Generalitat, un elemento clave en el intento de conseguir el reconocimiento de Cataluña y en el debilitamiento de la posición internacional de España. Finalmente, también contempla el compromiso de promover la participación de las selecciones catalanas en competiciones internacionales.

En definitiva, el acuerdo de investidura que ha llevado a Illa a la plaza de Sant Jaume es, a todos los efectos prácticos, el programa del nacionalismo catalán. Es cierto que no se habla de independencia inmediata. Pero, desde la perspectiva de un nacionalismo que tenga encendidas las luces largas, esta omisión queda sobradamente compensada por el hecho de que el PSC pase a ser, a todos los efectos, un partido nacionalista más.

Falta ahora por saber si el contenido del pacto entre socialistas y ERC se convierte en realidad. Las reformas que el pacto prevé precisan mayorías que quizá no se consigan. Sin embargo, cabe tener en cuenta otro factor al que me refería al comienzo de este artículo: la deslealtad institucional y la desobediencia a las leyes son consustanciales al procés. Con estos mimbres es posible sortear buena parte de las trabas legales y constitucionales que dificulten la efectividad del contenido del acuerdo de investidura.

Para ello, hay que conjugar la actuación de las instituciones autonómicas y la inacción del Gobierno de España. Si el Ejecutivo se niega a hacer cumplir la ley y la Constitución en Cataluña, sería posible eludir las mayorías requeridas para la adopción de algunas de las medidas que exige el acuerdo de investidura de Illa. Los recursos que puedan presentarse ante el Tribunal Constitucional no serán suspensivos más que si los plantea el Gobierno con relación a disposiciones autonómicas; y eso ya sin contar con el papel que el Constitucional pueda ejercer para corregir lo que pudiera decidir la jurisdicción ordinaria.

En definitiva, el día ha comenzado con el indicio de que la Policía ampara a los delincuentes nacionalistas y ha acabado con la investidura del primer presidente socialista de la Generalitat que accede a ella con un programa abiertamente nacionalista.

Por una cosa y por la otra, podemos decir que la fase final del proceso, la de su triunfo, ha comenzado. Y lo ha hecho de una manera espectacular.

Rafael Arenas García es catedrático de Derecho Internacional Privado.

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