Cataluña, en suspensión

No hay mayor duda de que Artur Mas gobernará Cataluña con unos votos de allí y otros votos de allá. La pregunta es con qué proyecto. No hay duda, tampoco, de que los socialistas catalanes deberán acometer una durísima e implacable refundación. La cuestión es con qué proyecto. La sentencia de las urnas catalanas ha sido fundamentalmente destructiva. Ha arrasado con la gestión del Gobierno tripartito, con la deriva nacionalista de los socialistas y con la carrera política de José Montilla. Y con la supuesta crecida del independentismo: más allá del vocerío deportivo el proyecto independentista se ha debilitado. Lo que gana Laporta es bastante menos de lo que pierde Esquerra Republicana; y en términos nacionalistas, globalmente considerados, la suma de CiU y de los partidarios estrictos de la independencia no supera ni de lejos los 81 escaños que obtuvieron Convergència y Esquerra en 1992.

El lado afirmativo es más tibio. Artur Mas ha obtenido una mayoría suficiente, pero ambigua. Los resultados del Partido Popular son los mejores de toda su historia (en votos sigue el liderazgo de los 421.752 de 1995, con Vidal-Quadras, aunque en esa época no existía Ciutadans, que mantiene sus escaños y aumenta su número de votos) y un buen presagio para las generales; pero, a la espera de que se produzcan, por el momento no emplazan a Convergència a que forme con los populares una mayoría obligatoria. Y hay discreta alegría sobre la participación: al menos los números no permiten hablar de una ciudadanía plenamente desafecta.

La ausencia de un proyecto político firme y realista para Cataluña se ha evidenciado en numerosas ocasiones a lo largo de la campaña electoral más inane de la democracia, más inane aún si se tiene en cuenta la grave situación económica -y moral- que atraviesa Cataluña.

De esta generalizada fragilidad de proyectos hubo un momento revelador en el debate de la televisión pública. Lo protagonizaron el candidato de Esquerra Republicana, Joan Puigcercós, y el ya virtual presidente, Artur Mas. Como es sabido el eje de la oferta de Esquerra ha sido la convocatoria en esta legislatura de un referéndum por la independencia. Pues bien: en un momento muy enfático del debate Puigcercós le ofreció a Mas la retirada del referéndum siempre y cuando fueran juntos a Madrid a negociar el concierto económico y Madrid, obviamente, lo aceptara. Lo que indica que el candidato Puigcercós se mostraba dispuesto a retirar su única propuesta nítida a cambio de un sucedáneo, que poco tenía que ver con el original enérgico que proponía por calles y plazas. Si el partido más utópico, más aparentemente basado en principios irrenunciables, entregaba a las primeras de cambio su seña de identidad electoral, ¿qué podía esperar el electorado catalán del resto de proyectos?

Nada. Tampoco del proyecto del virtual presidente. De él sólo destaca, nítida, su apuesta por el concierto económico, así llamado unas veces y otras, más moderadamente, pacto fiscal. Pero el concierto se enfrenta no solamente a su escasa viabilidad constitucional y política. Se enfrenta, antes que a cualquier otra cosa, a la implacable situación económica que encara Cataluña. En muy pocos días veremos sobre la mesa muchos números sobre esa situación: algunos conocidos y otros no. Van a ser, y con áspera frecuencia, el escudo principal del Gobierno en buena parte de esta legislatura.

La autonomía catalana arrancó en 1980 en medio de una profunda crisis económica. Durante muchos, muchos años, el presidente Jordi Pujol se refería a ella en sus discursos. La utilizaba, en especial, para describir su capitalismo compasivo y la necesidad de que el Estado, y también el Estado catalán que se iba configurando, no dejara a nadie en la cuneta. Pero a partir de ese arranque desde el pozo, las autonomías españolas, y singularmente la catalana, se han construido en un clima de pujante prosperidad. Sólo entre 1993 y 1995 se produjo un retroceso que, en Cataluña, de todos modos, aminoró la reserva de felicidad olímpica.

Por el contrario la autonomía se enfrenta ahora a una situación inédita, que es la de conjugar su día a día con la crisis. Las advertencias surgen de todas partes y se resumen en la sospecha de que España es un Estado insostenible. Ya no es la moral, la política, la ideología, la trama de afectos más o menos agujereada. Es el dinero. Los españoles no pueden pagar 17 pequeños estados con sus televisiones, sus embajadas, sus empresas asociadas (enmascaradoras del déficit), y su ceremonial de coches, dietas y publicidad institucional. La lógica taifal que caracteriza este Estado, y de la que Cataluña fue pionera y pedagógica guía, se ha prolongado incluso a los propios Ayuntamientos. Es difícil encontrar un alcalde que no aspire a ser dux de su ciudad-estado.

La insostenibilidad del modelo de Estado se ha reflejado con crudeza en la situación financiera catalana: su deuda ha aumentado durante el Gobierno tripartito en un 48% (representa el 15% del total autonómico) y algunas agencias de rating han expresado reservas sobre su solvencia hasta el punto de dificultar en los mercados convencionales la colocación de esa deuda. Por esa razón, hace algunos meses, la Generalitat emitió los llamados bonos patrióticos, de alta rentabilidad (4,75%), y cuyo pago será una de las cruces de la futura presidencia de Mas. Baste recordar que en un momento raramente lúcido de la campaña le preguntaron por los bonos y esa carga y después de suspirar profundamente contestó con heroica resignación: «Sufriremos, pero pagaremos.»

Nadie duda de que se sufrirá, pero algunos dudan también de que se pague. Sin embargo, la hipótesis de una Cataluña en suspensión de pagos tiene una dificultad similar a la de una España rescatada por Europa. ¡Tambien Cataluña es demasiado grande para que España la deje caer! Sin embargo, y como en el drama España/Europa, va a tener que avenirse a profundas reformas. Naturalmente éste es un terreno peligroso. Abonado para la demagogia. El discurso independentista ha declinado el España-nos-roba en una situación de prosperidad. Lo que este discurso puede suponer en una situación de crisis profunda es desconocido. Pero los datos electorales sugieren que el discurso independentista se lleva mejor con la riqueza. Al fin y al cabo se trata de un discurso pequeño burgués y malcriado, propio del que no tiene nada grave ni serio de que preocuparse. Es cierto que el España-nos-roba ha podido calar entre algunos ciudadanos. Pero también empieza a hacerlo el que (con igual injusticia genérica) vincula las autonomías con el derroche y la ostentación de las castas locales, y la irrefrenable tendencia de la clase política a gastar en su propia proyección. Es probable que, en suma, el discurso independentista case mal con la crudeza de las deudas, aunque pueda producir alguna agitación y violencia minoritarias.

UN DÍA antes de que los catalanes votaran, los principales empresarios españoles se reunían con el presidente del Gobierno y le exponían sus puntos de vista sobre la situación económica. Hubo en sus palabras una coincidencia muy extendida sobre la citada insostenibilidad de las comunidades. Es decir, no es ya que el Estado de las Autonomías haya tocado techo; es que ha de reducir su techo. Ante las cifras del déficit (las que se conocen y las que con inquietud se presumen) aquel viejo cierre autonómico del aznarismo parece un mantra desfasado. El paisaje que se le abre al nuevo Gobierno nacionalista es el de un drástico recorte económico que es imposible no entender también en términos de soberanía autonómica.

Cataluña va a estar en suspensión (hay que esperar que no de pagos) en los próximos años no sólo por la ausencia de un proyecto de Gobierno, sino también por la destrucción de la oposición principal. No sólo se trata del peor resultado del Partido Socialista en toda su historia. (Vean estos números, si aguantan el deslumbramiento: 1999, 1.183.299 votos; 2010, 570.361). Se trata de un resultado que rompe cualquier escenario previsto. Es algo más que una derrota electoral. Es la desaparición de un relato que consistió, haciendo de oposición o de gobierno, en la sumisión política, ideológica y cultural al nacionalismo. Ahora sólo hay dos caminos: forzar la sumisión hasta la sociovergencia parlamentaria (una vez alcanzada en tres décadas la política y exhibida obscenamente la judicial con el caso Pretoria) o recomenzar. Aunque desde tan atrás que no se ve el punto de partida.

Arcadi Espada, periodista.