Hace más de tres lustros, en una comida con el presidente Rodríguez Zapatero, envuelto entonces en las negociaciones para la redacción del nuevo Estatuto de Autonomía catalán, le pregunté si verdaderamente creía imprescindible abrir semejante proceso, pues la presión popular al respecto era bastante minoritaria, pero él ya había pactado hacerlo con Pasqual Maragall, después de que recibiera su apoyo en el congreso del PSOE que le encumbró al poder.
—No tengo la menor duda —contestó—. Es una oportunidad única de resolver el problema catalán…
— … Para los próximos 25 años o así —le interrumpí.
Me miró sorprendido, con aire de perdonavidas, habitual entre los de su oficio, y espetó:
—De ninguna manera. Para siempre.
Ya conocemos en qué ha quedado la cosa.
Traigo la anécdota a cuento de la división profunda que a partir de aquella fecha se ha terminado por crear entre los catalanes. La moción presentada por ERC para recuperar la mesa de diálogo habla de la necesidad de resolver el conflicto político con Cataluña. Pero lo que sobre todo existe es un conflicto en Cataluña, una fractura social entre sus ciudadanos provocada, impulsada y jaleada desde las autoridades de la autonomía. Y una confrontación entre el Estado democrático español y su más alta representación institucional en aquel territorio. La moción forma parte en cualquier caso del agitprop de unos y otros en la campaña de unas elecciones que pasarán a la historia no tanto por sus resultados (salvo en lo que toque a la abstención) como por su desarrollo. En medio de un estado de alarma que limita la libre circulación y vulnera derechos fundamentales como el de reunión, se prohíbe visitar a la familia pero se anima a acudir y jalear a los líderes en los mítines. En vez de promover el voto por correo y recogerlo a domicilio a quienes están confinados por ley, se les convoca a quebrantar la cuarentena. Y no seguiré describiendo el surrealismo de las escenas que hemos de vivir durante estos días, que hubieran hecho las delicias del maestro de Port Lligat.
La última perla la hemos cosechado gracias a la intemperancia del ministro ruso de Asuntos Exteriores, que echó en cara al representante de la Unión Europea el encarcelamiento de los sediciosos líderes independentistas, tratando de justificar el envenenamiento de Navalni. Rusia ya se entrometió telemáticamente en el proceso catalán, y ahora parece que ha optado también por el método presencial. Desde que le escupiera un diputado de ERC en el Congreso no había padecido Josep Borrell desplante semejante. Pero ERC es ahora aliada del PSOE y esta vez, lejos de protestar airado, presentó la otra mejilla e insistió en el diálogo.
Las palabras del viejo zorro ruso han sido reproducidas y aplaudidas en miles de tuits independentistas: difunden la especie de que el sistema político español es heredero del franquismo y nuestra democracia un cuento chino. Para su desgracia, al mismo tiempo, The Economist Unit hacía público su índice mundial de democracia. En él se pone de relieve que el sistema en general se ha debilitado como consecuencia de la pandemia y el autoritarismo de muchos Gobiernos. El de España entre ellos, aunque continúa clasificada entre las naciones con democracia plena. Por contra, Estados Unidos, Francia, Italia, Portugal o Grecia figuran ahora en la lista de democracias defectuosas, y Rusia naturalmente entre los regímenes autoritarios. Que sigan los representantes del independentismo, o los podemitas y comunes, poniendo en duda la legalidad democrática del régimen que pretenden derribar no les beneficia en su patética búsqueda de aliados internacionales. Y menos aún en el relato apócrifo que pretenden construir.
En estas circunstancias el candidato socialista a la Generalitat ha llegado a la campaña tras una fuga de sus responsabilidades en la lucha contra la pandemia y con un mensaje de reconciliación de la sociedad civil. Diálogo y memoria histórica son el mantra que a cada minuto repite. Es un esfuerzo valeroso y digno de tener en cuenta. Dada la insignificancia intelectual y de liderazgo de sus competidores, los sondeos le prometen un buen resultado, aunque en las condiciones en que se acude a las urnas más vale no abusar de la futurología. No discuto que Illa pueda ser el líder del reencuentro, pero a condición de que haga un balance honesto de las responsabilidades de su partido en el destrozo político cuyos restos pretende recomponer. Todas las formaciones, como él mismo dijo, tienen de qué arrepentirse, pero las culpas no se reparten por igual. Las de los independentistas ya se encargó la justicia de castigarlas y por más que alardeen de que lo volverían a hacer, mienten como en tantas otras cosas. Solo lo harán de nuevo si se lo vuelven a permitir, pero es imposible que nada parecido salga de la mentada mesa de diálogo. De purgar los errores del PP y Ciudadanos se ocuparon las urnas, y es probable que lo repitan, en favor de la extrema derecha, beneficiaria junto con la izquierda radical y soberanista de la confrontación impulsada por la Generalitat. Pero el PSOE y su vergonzante filial catalana necesitan ejercitar, en efecto, la memoria. Su irrelevancia actual en las instituciones catalanas es fruto de la aventura emprendida por Zapatero y Maragall, quien en su despacho de presidente de la Generalitat me confesó que el Estatut de la discordia había terminado por ser “un auténtico bodrio”. Las dos experiencias del tripartito, que algunos temen se reencarne, no hicieron sino dar alas al independentismo y profundizar las políticas identitarias que emponzoñan la situación. Cataluña es hoy más pobre, sus ciudadanos están más desasistidos por el poder político y su influencia en el conjunto de España es menor que cuando todo esto comenzó. Como en el caso de la política española, aunque con sus peculiares características, los dos partidos catalanes dominantes en la Transición a la democracia, promotores y valedores de nuestra Constitución, necesitan hacer un severo examen de conciencia sobre las causas de semejante desastre.
Una mesa de diálogo es necesaria, pero en ella tienen que participar todas las formaciones del arco parlamentario. Sería no solo inmoral, sino también estúpido, pretender resolver los contenciosos sin la presencia de los representantes de la mitad de Cataluña y de España que repudian las políticas actuales. Toda vez que el Gobierno ha asegurado que el diálogo respetará siempre el marco de la Constitución, ningún constitucionalista debería negarse a estar.
Es preciso también honrar la memoria histórica, pero no se puede hacer desde la demagogia mitinera. Esquerra Republicana protagonizó un intento de rebelión militar contra la Monarquía de la restauración, una intentona fallida de secesión en los albores de la II República y un golpe de Estado contra el Gobierno de esta, que tuvo que ser reprimido por la violencia. Eso forma parte también de esa memoria que hoy se reivindica: la insurrección contra la democracia legítima, tachándola de régimen opresor, del fanatismo nacionalista. El español y el catalán.
El PSOE ha sido y es un partido esencial para la construcción y desarrollo de nuestra Monarquía parlamentaria. Pero primero en Cataluña, con su “hermano” el PSC, y luego en La Moncloa ha cometido errores culpables de los que se derivan la actual situación y su debilidad parlamentaria. Hace unas semanas, significados representantes del partido me expresaban que en su opinión este ha sido ya destruido por las políticas clientelistas de La Moncloa. La desafección electoral en la última década sería una prueba de ello, aunque yo no lo creo así. También he escuchado a miembros del actual Gobierno su preocupación por lo que definen como “disfuncionalidad autonómica” a la hora de juzgar el comportamiento y las respuestas a los dos ingentes problemas que tenemos por delante: no son ya el conflicto catalán, sino la pandemia y la recuperación económica, de cuya solución depende el futuro de la democracia. Tratemos de salvarla entonces, incluida la España de las autonomías, por lo menos para los próximos 30 o 40 años. Porque lo de gobernar para siempre es el ensueño habitual de los césares y de los tontos, del que suelen despertar entre sollozos.
Juan Luis Cebrián