Cataluña, la derecha y los militares

La proclamación de la Segunda República abrió un importante debate sobre la definición de la forma de Estado y la organización territorial. Frente a la concepción federalista, que tanto había lastrado la corta experiencia de la Primera República de 1873, la Constitución de 1931, la única Constitución republicana de la historia de España, introdujo el término "Estado integral", formado por "municipios mancomunados en provincias y por las regiones que se constituyan en régimen de autonomía".

Cataluña fue la primera en iniciar ese proceso, después de que el Gobierno provisional de la República restaurara la Generalitat por un decreto de 21 de abril de 1931. La comisión encargada de redactar el borrador del Estatuto, presidida por Jaume Carner, concluyó el anteproyecto en un hotel del valle del Núria el 20 de junio. El Estatuto de Núria, que así se llamó a ese anteproyecto, fue aprobado por un plebiscito popular en Cataluña el 2 de agosto, pero la posterior discusión en las Cortes se alargó con numerosas enmiendas y votos particulares de la derecha contra el texto del proyecto. Todo cambió tras el fracaso del golpe de Estado que encabezó el general Sanjurjo el 10 de agosto de 1932. Azaña y su Gobierno salieron fortalecidos, muchos diputados cerraron filas en defensa de la República y el 9 de septiembre se aprobó finalmente el Estatuto de Cataluña, por 314 votos a favor y 24 en contra, junto con la Ley de Reforma Agraria, el otro gran proyecto que había suscitado interminables discusiones.

Ese Estatuto proclamaba a Cataluña "región autónoma dentro del Estado español", otorgaba al Gobierno catalán importantes competencias en orden público, servicios sociales, en economía y cultura, y establecía el catalán y el castellano como idiomas cooficiales dentro de su territorio. Cataluña tendría también su propio himno y bandera.

Al final del periodo republicano sólo Cataluña poseía un Estatuto de autonomía. El vasco tardó más de cinco años en aprobarse, comenzada ya la guerra, y los propuestos por otras regiones, como Galicia, no habían llegado a las Cortes cuando un sector del Ejército decidió acabar con la República por las armas en julio de 1936. No hubo tiempo para más en esos años de República en paz, y tampoco, excepto en Cataluña, hubo un debate profundo sobre el desarrollo autonómico que reconocía la Constitución.

Las diatribas contra los catalanes "extremistas y separatistas", presentes ya durante la República, se consolidaron en la guerra y en la dictadura franquista como una especie de carta de presentación del nacionalismo español. Lo que podía leerse en los periódicos de las ciudades españolas ocupadas por los militares sublevados era algo más que un exceso retórico. "No son españoles, se decía en el Diario de Burgos del 7 de agosto de 1936; son catalanes que odian al resto de España. (...) De estos cobardes engendros no quedará ni uno; serán pulverizados, reducidos a cenizas". España castigaría a Cataluña: "La España de nuestra tradición, la de la reconquista, la de la independencia, la de Lepanto". Y la castigó, cumpliendo la profecía, a partir de 1939.

Toda Cataluña cayó rendida a los pies de las tropas del general Franco en medio de la exaltación patriótica y religiosa. A mediados de enero de 1939 entraron en Tarragona. A las puertas de la catedral, y ante una compañía de infantería que rendía honores, el gobernador militar recibió la llave de la catedral. Abrió la puerta y el oficiante, el canónigo de Salamanca José Artero, del servicio militar de recuperación de objetos de culto, dijo allí, bien fuerte, animado por la ocasión, según testimonio recogido por Hilari Raguer: "¡Perros catalanes! ¡No sois dignos del sol que os alumbra!".

Unos días después, la entrada oficial en Barcelona la acaudillaron las tropas del ejército de Navarra del general José Solchaga. En palabras del agregado militar británico en Burgos, esas tropas encabezaban la conquista "no porque hubieran combatido mejor, sino porque son las que tienen un odio más acendrado" a Cataluña y a los catalanes.

Como ha señalado el historiador Michael Richards, la ocupación de Cataluña "fue concebida en términos patológicos". Víctor Ruiz Albéniz (El Tebib Arrumi), médico y amigo de Franco desde los tiempos de la guerra de Marruecos, recomendaba en la prensa del 4 de febrero de 1939 "un castigo bíblico (Sodoma y Gomorra)... para purificar la ciudad roja, la sede del anarquismo y del separatismo". Ramón Serrano Suñer, ministro de la Gobernación del primer Gobierno franquista constituido el 30 de enero de 1938, sabía también cómo tratar el "virus secesionista", la enfermedad del nacionalismo catalán: "Tenemos hoy a Cataluña en la punta de nuestras bayonetas", declaraba el 24 de febrero de 1939.

La venganza contra Cataluña, roja y separatista, duró años y años, en forma de asesinatos, casi cuatro mil hasta 1945, palizas, torturas, saqueos y destrucción de bibliotecas. El Estatuto fue derogado. Tampoco los excesos verbales cesaron después de la guerra. "Cataluña logró el fraccionamiento de España protegida por la Francia del frente popular, la Inglaterra de Gibraltar, la Rusia de Stalin", escribía Ernesto Giménez Caballero en 1942 en Vértice, Revista Nacional de FET y de las JONS.

Aquellos tiempos pasaron, afortunadamente, y nada es hoy igual. Salvo que algunas de las cosas que han sucedido últimamente parecen sacadas de documentos de archivo. Un teniente general, José Mena Aguado, jefe de la Fuerza Terrestre, invoca en un discurso en la celebración de la Pascua Militar la intervención del Ejército para garantizar la integridad de España, en caso de que el nuevo Estatuto de Cataluña, un proyecto en fase de discusión, sobrepase "los límites infranqueables" de la Constitución. Al día siguiente, José Bono, ministro de Defensa, le impone una sanción disciplinaria sin precedentes en la actual democracia española. Y Mariano Rajoy, presidente del Partido Popular, en vez de apoyar esa decisión de forma clara y contundente, atribuye la indisciplina del mando militar a la "inquietud", "tensión", "barullo y lío" generados por José Luis Rodríguez Zapatero, presidente del Gobierno, sobre esa reforma del Estatuto.

El Gobierno, acto seguido, trata de tranquilizar a los ciudadanos. "Sondea" a las Fuerzas Armadas y concluye que ese tipo de manifestaciones constituyen un "caso aislado" y no hay, por lo tanto, "problema militar". Pero como José Mena no es un mando militar cualquiera, un cabo, por ejemplo, sino el jefe de la Fuerza Terrestre del Ejército de Tierra, algunos ciudadanos no pueden tranquilizarse. Sobre todo porque, intuiciones o ideas preconcebidas al margen, resulta que medio centenar de militares retirados, compañeros de promoción del teniente general, expresan su apoyo al jefe arrestado en una carta publicada en un conocido periódico madrileño y destacan en ella que sus declaraciones son "reflejo de la opinión, la inquietud y el sentir de muchos de los mandos y subordinados de las unidades a sus órdenes", que eran muchas, como se sabe, desde Ceuta al País Vasco, pasando por Gerona o Zaragoza. Y algunos medios de comunicación recuerdan también que las asociaciones de militares discrepan sobre la sanción impuesta al teniente general. Todo un alivio, como puede comprobarse.

Menos tranquilizadora, sin embargo, es la actitud de Rajoy y de algunos dirigentes del Partido Popular. No dan señales inequívocas de educación democrática, de condena de la indisciplina militar, vuelven al discurso de la unidad de la Patria y proporcionan fuerza moral, y algo más, a quienes tienen todavía dificultades para respetar los procesos políticos.

Ese proyecto de reforma del Estatuto en ningún momento ha sobrepasado el estricto marco político. Habrá, por lo tanto, que seguir defendiendo las soluciones políticas, olvidarse de las bayonetas para siempre y sacar a relucir, por parte de unos y otros, los buenos modales olvidados. Nadie debería aguar la fiesta democrática. Y menos los grandes partidos presentes en el Congreso. ¿Han dicho algo, por cierto, los obispos españoles? No se trata de una pregunta maliciosa para cerrar este artículo, no crean. Es para saber si debemos manifestarnos en la calle, como contra la ley de educación o el matrimonio entre homosexuales, o el asunto en este caso carece de importancia. Así podríamos, de verdad, tranquilizarnos.

Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Zaragoza. El País