Cataluña, la epiléptica de España

La idea base y el título de este escrito son de Agustí Calvet, ese buen Gaziel al que me descubrió Enric Juliana y al que tanto admiraba Josep Benet también. En La Vanguardia del 28 de noviembre de 1930, Gaziel sentenció: “El sino político de la tierra catalana, desde que España se constituyó en unidad nacional a fines del siglo XV, ha sido constantemente un sino contestatario. Cataluña viene siendo, desde hace cuatro siglos, la epiléptica de España”. (Tot s’ha perdut, páginas 132-133).

Pues bien, desde Gaziel hasta hoy, ya vamos camino del quinto siglo de eventos epilépticos. 50 años después, Tarradellas dijo: “Cuando los catalanes nos hemos podido dedicar a la política de nuestro país, a menudo lo hemos hecho con estrechez de miras, dando la impresión de no saber superar unos horizontes limitados” (Ja sóc aquí, página 61). Y remataba: “A lo largo de mi vida he podido observar a menudo que muchos catalanes no saben ni ganar ni perder. Cuando ganan, se vuelven ávidos como lobos hambrientos. Cuando pierden, echan la culpa a los demás y se retiran a cultivar la flor amarga del resentimiento” (Ja sóc aquí, página 177).

Cataluña, la epiléptica de EspañaNo hay que medir a todos los catalanes por el mismo rasero. Creo mejor hablar de las minorías catalanas —políticas, culturales y económicas—, dirigentes en sucesivos momentos de ruptura, y creadoras de mitos, predicadoras de paraísos perdidos y vindicadoras de agravios.

En relación con el papel de esas minorías catalanas dirigentes, ya se expresó Pierre Vilar, maestro espiritual de historiadores catalanistas, refiriéndose a las revueltas de 1640 y de 1705: “De hecho, estas minorías dirigentes del Principado eligieron muy mal, en ambas revueltas, a los que querían como garantes de sus libertades (…) Fue así como una minoría catalana representativa creyó por dos veces que podía elegir su propio camino” (Breve historia de Cataluña, páginas 89-90).

En cuanto a las posibles consecuencias “apocalípticas” de los errores de esas minorías dirigentes catalanas, Vilar y Vicens Vives las relativizan en grandísima medida. Así, Pierre Vilar dice que, con los Decretos de Nueva Planta, “lo que se suprimió fue lo que quedaba de un Estado medieval (y en este caso, el término Estado es discutible)” (Breve historia de Cataluña, página 91). Y Vicens Vives, sobre el mismo tema, y en una obrita seria, escrita para todos los españoles, dice que “el desescombro de privilegios y fueros benefició insospechadamente a Cataluña, no sólo porque obligó a los catalanes a mirar hacia el porvenir, sino porque les brindó las mismas posibilidades que a Castilla en el seno de la común monarquía” (Aproximación a la historia de España, páginas 131-132).

Menos lobos, pues. La realidad fáctica histórica es que la Cataluña moderna y contemporánea se ha construido y crecido en el marco de la unidad de España y se ha beneficiado de esa unidad y de sus mercados, el colonial, y el peninsular. Todo español mínimamente informado, incluidos los catalanes, sabe que Cataluña se desarrolló industrialmente gracias, en muy fundamental medida, a los capitales repatriados de las colonias; a las políticas proteccionistas arrancadas al poder central español; a la alianza objetiva, en torno a los dominantes en Madrid, “del textil catalán, la ferretería vasca y los cerealistas castellanos” (Vicens Vives, Los catalanes del siglo XIX, página 67), y a la explotación —posiblemente la más desnuda y cruda de España en su historia moderna— de las capas trabajadoras que allí buscaban la supervivencia. En aquellos momentos, las élites dirigentes catalanas no tuvieron el menor empacho en recurrir a las fuerzas del orden público central o en impulsar la llegada de una dictadura con tal de defender sus propiedades y el sistema establecido. Menos agravios permanentes y menos victimismos eternos, pues, a estas alturas de la Historia. Aunque en lo cultural la realidad fuera otra muy distinta.

La deriva independentista actual empezó, epilépticamente, con Maragall, el Tripartito y el nuevo Estatut. Lo cuenta Enric Juliana (Modesta España, página 92): en agosto de 2005, en Rupiá, le reportó Ernest Maragall a su hermano, “vamos a enviar un Estatut a Madrid del que se hablará durante mucho tiempo…, ya veremos qué pasa”. ¿Cabe mayor frivolidad política? Todo empezó entonces. Y todo acabó para Maragall, en palabras de Juliana, “el día que él —Maragall, el afortunado— se sobrevaloró, como manda su linaje, y creyó que España se cambia con solo pensarlo. Con solo quererlo”. Sí. Maragall inició un proceso en el que dejó al PSC sin margen de maniobra: “No sabemos hasta dónde vamos a llegar. Esto no lo controlamos nosotros”, me confesaron Manuela de Madre y Miquel Iceta en 2005, en una visita mía al Parlament de allí, donde fui para informarme.

Ahora, todavía, algunos quieren aprovecharse del embrollo. Unos, para “corregir los errores de 1980”, como se ha escrito hace poco; y otros porque “de la catástrofe, algo sacaremos nosotros”, como me dijo esta semana un industrial catalán. O volver al pasado, o chalanear con el presente. Ambas cosas son inaceptables. La primera, porque al pasado nunca se puede volver; la segunda, porque desde la Constitución de 1978 para acá, España es una “Nación de ciudadanos”, sin más monsergas. Esa Constitución se ha desarrollado desde entonces, entre todos y por todos, y ha dado origen a una serie de sociedades intermedias, democráticamente estructuradas. Todos los españoles y todos los territorios han de ser tenidos en cuenta para cualquier nuevo experimento. Además de Cataluña y Madrid, estamos los demás españoles. Y somos más. No caben soluciones bilaterales.

Existe otra razón, además: la epilepsia catalana es de la especie “epilepsia sin tratamiento”. El nacionalismo no tiene cura definitiva. Como decimos en Andalucía, el nacionalismo no tiene jartura, no se sacia nunca.

Alguna solución, no obstante, habrá que buscar, más adelante y sin prisas. Ahora únicamente cabe hacer lo que hizo Mao Zedong en 1937, ante la invasión japonesa de China: impulsó el Frente Único Antijaponés, aliándose con Chiang Kai-shek, y dejó para más adelante su guerra civil contra el Kuomintang. Primero el atacante de la Nación, y luego el adversario de clase. Pues eso: ahora, en España, un frente unido constitucional, sin matices ni ocurrencias. Y, más adelante, a trabajar en soluciones serias, integrales e integradoras. En el marco de Europa y de lo europeo, claro. Ahora, Constitución.

José Rodríguez de la Borbolla es miembro del Comité Director del PSOE de Andalucía.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *