Cataluña: la hora de la verdad

Los españoles haríamos bien en aprender el dicho inglés «Cuando las cosas van mal, lo mejor es que se estropeen del todo». Al problema catalán le hemos dado toda clase de soluciones, desde las arancelarias a las autonómicas, pasando por la «conllevancia » orteguiana. Sin éxito. Al revés, agravándose hasta llevarnos a una consulta, ilegal para el Gobierno de la nación, irrenunciable para el de Cataluña.

El choque frontal estaba servido cuando un suceso inesperado ha sacudido la escena política española con la fuerza de un terremoto de fuerza 9. El hombre que había convertido el catalanismo en nacionalismo y luego en independentismo confesó que él y su familia han venido defraudando al Fisco durante todo ese periodo. Aunque se sospechaba, se suponía e incluso se toleraba, hacerlo público significó un desafío al Estado de Derecho que no podía tolerarse, y los servicios judiciales se han movilizado para mostrar que España no es un país bananero. Tras ello, la primera cuestión es si la caída de Jordi Pujol significa el desplome de su obra. Desde ella se nos dice que de ninguna manera, que el proyecto es tan sólido y amplio que continuará, como veremos en la próxima Diada. Otros, en cambio, advierten que necesita una «refundación» e incluso hay quien se dispone a capitanearla, como Duran Lleida, desde una opción más moderada, más centrista, más conciliadora. Mientras, Junqueras pide el salto, asalto más bien, al soberanismo y la independencia ya, y que salga el sol por Antequera.

Cataluña: la hora de la verdad

Es posible que la inercia, frustración y pasión haga que, en efecto, la próxima Diada sea más multitudinaria que la anterior. A los humanos nos cuesta renunciar a nuestros sueños y nos cuesta aún más admitir que nos hemos equivocado. Pero Jordi Pujol era bastante más que un político. Era un mesías, el profeta que llevaba a los catalanes a la tierra prometida, al Estado propio, a un oasis, casi un paraíso, donde vivirían mejor, más justa y civilizadamente, sin esos burdos y holgazanes españoles que les robaban, explotaban, odiaban e imponían su vulgar lengua y sus primitivas costumbres. ¿Qué van a hacer ahora, cuando se confirme que quien les robaba, mentía, sembraba odio era precisamente la familia de su mesías? Cuando se den cuenta de que iban a separarlos no ya de España, sino de Europa, ¡ellos, que se consideran los más europeos de este país! Imagino que habrá todo tipo de reacciones. «Hay gente pa tó», decía el torero, a fin de cuentas todavía hay quien cree en los extraterrestres y en que Elvis Presley aún vive. Pero mi apuesta es que el tiempo de las grandes Diadas ha pasado. Se abre para los catalanes un tiempo de reflexión, nada fácil, aunque absolutamente necesario, si no quieren caer de las nubes sin paracaídas. Hay síntomas de que incluso en su cúpula empiezan a hacerlo. Dos frases de Mas tras su entrevista con Rajoy me han llamado la atención. La primera, «la consulta se va a convocar». Fíjense que dice «convocar», no «celebrar». Para añadir «será legal». Puede referirse a la legalidad de su Parlamento. Pero su Parlamento está sometido al Parlamento y al Tribunal Constitucional, que ya han declarado ilegal la consulta. O sea, se convocará, pero no se celebrará. Aunque andando por medio el nacionalismo, nada es seguro ni racional. Aparte de que Junqueras puede obligarle a celebrarla. O celebrarla él.

También el resto de los españoles tenemos que reflexionar sobre la «cuestión catalana», que nos está llevando demasiado tiempo, demasiados medios, demasiadas energías. No para ponerle otro parche, sino para arreglarla de una vez y para siempre. Si el caso Pujol ha mostrado a los catalanes los riesgos de ponerse en manos de una elite que piensa más en sus intereses particulares que en los generales, que usa la «estrellada» como hoja de parra para tapar sus vergüenzas y busca la independencia para mantener impunes sus fechorías, al resto de los españoles nos advierte de lo peligrosos que son los pactos a corto plazo con metas meramente partidistas. Así no se gobierna, hoy menos que nunca. El «problema catalán» no puede ser una especie de lumbago que de tanto en tanto nos joroba y al que hay que aplicar calmantes. Hay que tratarlo con el realismo y la importancia que requiere. Y si la mejor forma de evitar la guerra es estar preparado para ella, puede que la mejor forma de evitar la secesión sea estar preparado para afrontarla. Cataluña es una de las partes más prósperas de España. Su espíritu empresarial está de sobra demostrado, como su capacidad comercial, reconocida por todos los gobiernos, hasta el punto de que el propio Franco la convirtió en la locomotora del desarrollo español, allá por los años sesenta del pasado siglo. Si se separa, España sería más pequeña y más pobre. Pero también lo sería Cataluña. Piénsese en cómo la verían los inversores extranjeros si ofreciera, en vez de 47 millones de consumidores, solo siete. La secesión traería por tanto ventajas y desventajas, posiblemente más de las segundas que de las primeras. Pues convertir Cataluña en una especie de Liechtenstein, de Andorra o Mónaco, que era lo que han venido vendiendo subliminalmente los nacionalistas, que se olviden. No lo consentiría España y lo consentiría aún menos Europa, dispuesta a eliminar tales anomalías.

Viene a mi memoria lo que escuché hace ya años en los cursos de El Escorial a uno de los estudiosos extranjeros que ha consagrado su vida a analizar nuestra historia contemporánea, Stanley Payne: «Tal vez España estaría mejor sin Cataluña y el País Vasco, pero sé que es imposible». Últimamente, sin embargo, no parece tan imposible. Y si los catalanes no quieren ser españoles, por más trabas legales que se lo impidan, será imposible retenerlos. A la fuerza, desde luego, no. Pero negociada, tendrá que ser con todas las garantías, sin las trampas, tretas y mentiras que vienen usando. Dicen sentirse odiados por el resto de los españoles, cuando los admirábamos. Quienes han sembrado el odio son quienes buscan el monopolio del poder para convertir Cataluña en su patio de Monipodio. Ese cuento se acabó. Como debe acabarse la pesadilla de vivir en la misma casa como un matrimonio mal avenido, con quejas y reivindicaciones constantes. Llega la hora de la verdad, de sentarse a una mesa para decidir lo que más conviene para todos y cada uno. Pero sin falsear la historia –en España nos sobra historia a todos–, ni la economía –el progreso de una parte repercute en progreso de las demás– ni los «hechos diferenciales», pues aunque hay diferencias entre nosotros, hay tantas o más semejanzas. Quiero decir que nadie puede exigir privilegios. Al revés, hay que eliminar los que quedan.

Si no somos capaces de entendernos, si seguimos con peleas, reproches y requisitorias, no nos merecemos el país que tenemos, que por infinidad de cosas –la situación geográfica, el clima, la diversidad, la historia, el arte– nos envidian fuera. Pregunten a cualquiera de los muchos extranjeros que nos visitan.

José María Carrascal, periodista.

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