Cataluña: la secesión

Artur Mas firmó la Ley de Consultas Populares no Referendarias y convocó al mismo tiempo el referéndum de autodeterminación, disfrazado de consulta. De inmediato siguió la suspensión por el Constitucional. Las cosas están claras, al precio de abrir un periodo de creciente incertidumbre.

A la vista de lo sucedido desde la Diada de 2012, conviene precisar el significado de las palabras y disipar el cúmulo de confusiones que ha rodeado a la reivindicación del catalanismo radical. El control de las designaciones era en la China clásica la atribución del emperador, de acuerdo con el principio confuciano de que si las palabras no son las adecuadas, los hombres no saben cómo actuar, reina la confusión y el orden social se desploma. Algo así ha venido sucediendo en el caso catalán desde que una terminología consolidada del derecho político fuera objeto de una subversión permanente. La independencia fue cubierta con la leve hoja de parra de la soberanía, el proceso independentista se tapó con la máscara de “transición nacional”, la autodeterminación pasó a ser el sugerente “derecho a decidir” y el referéndum se disfrazó de consulta, y últimamente nada menos que de consulta no referendaria. Todo un esfuerzo, realizado por laboriosos juristas, para encubrir lo que desde el principio estuvo bien claro: la anticonstitucionalidad de la vía elegida por la Generalitat para acceder al Estado catalán independiente. Y de paso para maximizar el apoyo social, mediante ofertas políticas de apariencia inocua, que de ser negadas subrayaban la perversidad del oponente, el Estado español. Parafraseando a Ibarretxe: “Consulta popular, ¿qué hay de malo en ello?”.

Cataluña: la secesiónEl encubrimiento y la inversión de significados culminan en el uso del término “democracia”. Ha sido la llave maestra utilizada por Mas para ennoblecer el proyecto, evitando cualquier aproximación a los problemas reales, descalificar de paso a todo oponente y alzar el banderín de enganche; tanto para la movilización de masas como con vistas a ese importante mundo exterior, que en Europa contempla con recelo los movimientos secesionistas. La cuestión de Cataluña no sería una simple cuestión de independencia, sino de democracia, negada injustificadamente desde el Gobierno español. En dos palabras, todo resuelto.

El tema de la democracia reviste capital importancia, pero precisamente por su ausencia en la actuación de la Generalitat, por mucho que haya habido elecciones y ahora se anuncie un referéndum (perdón, consulta) donde el término es siempre invocado. La propia ley de consultas indica hasta qué punto la estrategia política de Mas ha ignorado conscientemente un requisito indispensable para la validación democrática: “La neutralidad institucional”. La democracia no es un marco moldeable que pueda adaptarse a las conveniencias de quien ejerce el gobierno, a efectos de llegar al resultado acorde con los propios objetivos. La democracia es un procedimiento que permite adoptar decisiones políticas, desde la participación de los ciudadanos en régimen de igualdad. Es el principio de isonomía, practicado ya en la polis griega. Y está claro que en la Cataluña de Mas eso no ha existido. Desde septiembre de 2012 la Generalitat ha sido la promotora de una sola opción política, con exclusión de cualquier otra, calificada simplemente de anticatalana, o en el mejor de los casos despreciada, como el federalismo.

Los catalanes contrarios a la independencia, casi el 50% hace dos años, no han contado, salvo para ser objeto de una masiva propaganda institucional, que de forma evidente les situaba como ciudadanos de segunda clase. El monopolio de la información oficial y oficiosa, singularmente en TV-3, generó como era de esperar un efecto-mayoría, de notoria eficacia, basado en el coste social para quien manifieste rechazo al independentismo. No ha habido isonomía, y tampoco isegoría, la libertad de acceso a la información, y de expresión, que el marco institucional catalán debiera haber promovido para un proceso democrático hacia la independencia, y de hecho ha negado.

La forma de adhesión a la independencia reprodujo una dinámica habitual en el fútbol, incluso en la identificación “Cataluña igual a Barça” de la nueva indumentaria culé, tras el gran momento del campo disfrazado de senyera. Recordemos que a diferencia de otros independentismos consolidados en la larga duración, como el quebequés o el vasco, tanto el escocés como el catalán, que han arrancado de adhesiones —y de votaciones— muy bajas a finales de los años noventa, son en cierto modo independentismos de aluvión; en Cataluña, al calor de la frustración por el Estatuto sobre el fondo de la crisis, y por ello el papel que hubiera debido jugar un debate político abierto ha sido sustituido por el recurso a las movilizaciones. La movilización es un uso democrático, pero la lección europea de los años treinta pone de manifiesto el riesgo de que se constituya en protagonista único a la hora de generar el consenso social, más si la inspiran un nacionalismo excluyente y una concepción maniquea de las relaciones políticas. Tras decretar la consulta del 9-N, Mas ha abierto una nueva caja de Pandora al confiar a las movilizaciones la función de doblegar la resistencia del Gobierno de Madrid. Es su responsabilidad.

Como lo ha sido impulsar ese maniqueísmo, observable una y otra vez en declaraciones y programas televisivos, y que tuvo su emblema en otra movilización oficial, la de los intelectuales participantes en el “España contra Cataluña”. Un famoso demagogo advirtió ya que el odio, y no los argumentos, suscitan las emociones colectivas; de hecho, esta sería la peor herencia del conflicto actual, por encima de los resultados políticos. El ultranacionalismo ha anidado también en Madrid, si bien en modo alguno ha sido atizado en estos dos años desde instancias oficiales.

En la “transición nacional” gestionada por Mas ha faltado democracia, pues todo se subordinó al objetivo final, en un ejercicio permanente de permanente de propaganda y manipulación (“astucia”). La Constitución solo fue admitida para convalidar aquella. De otro modo era enfrentada a “la democracia”, a pesar de que el texto de 1978 admite una reforma abierta, a diferencia de las Constituciones de Italia, Francia o Estados Unidos, incuestionables democracias, que excluyen toda secesión. Al enfrentarse a una democracia constitucional, cuasifederal, de la cual recibe sus poderes, la Generalitat pone así en marcha una sedición, esto es, “una acción de declararse en contra de la autoridad establecida y de empezar la lucha contra ella”. Ahí estamos.

No ha de extrañar que tal subversión de los usos democráticos culmine en “la consulta” del 9-N. Primero, porque una ley para consultas que excluye los referendos, desde el título, se utiliza para celebrar de hecho un referéndum de autodeterminación. Segundo, por las dos preguntas enlazadas, cuando la condición democrática es que haya una pregunta e inequívoca. Aquí hay dos, porque la primera sirve en su indeterminación —¿qué es ser Estado?— para encarrilar a los votantes hacia la segunda; y sobre todo porque si votas ahí no, quedas excluido de votar sobre la independencia. Un hito para el Guinness de los fraudes políticos.

Ahora bien, por radical que sea la crítica, ha de subordinarse al criterio de que el recurso a la fuerza no es el método adecuado para resolver un conflicto político, por grave que sea, y menos en esta circunstancia, cuando el consenso alcanzado en Cataluña es mayoritario. La salida sería la reforma de la Constitución, con las variantes federales, e incluso una autodeterminación regulada, pero esto es rechazado por Mas y por Rajoy. Una vez confirmada la inconstitucionalidad de la supuesta consulta, pudo ser un último recurso la convocatoria por el Rey, desde su condición de árbitro del funcionamiento de las instituciones (artículo 56), tanto a Rajoy como a Mas y al jefe de la oposición, para buscar una solución compatible con la ley fundamental. Todo menos estrellarse en el callejón sin salida. Solo que el empecinamiento del bloque soberanista en sortear la suspensión de la consulta por el Constitucional cierra la puerta a la esperanza.

Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.

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