Cataluña: las cosas por su nombre

El problema catalán y español, español y catalán, no tiene solución ni siquiera mediante el tan conjurado diálogo si en el debate político sigue instalado el tic posmoderno de subjetivizar hasta el significado de las palabras que se utilizan. No se trata de pretender alcanzar una objetividad científica, cuantitativa, del significado de los términos que usamos al debatir problemas políticos. Pero sin el esfuerzo por aceptar lo que los términos han significado históricamente y lo que en la literatura jurídica y de ciencias sociales y políticas se les atribuye hoy todo termina en un diálogo de besugos, que es en lo que actualmente estamos.

En algunos momentos parece que la solución del problema español y catalán, y viceversa, radica en que se reconozca constitucionalmente que Cataluña es una nación. Me imagino que cuando los que opinan afirman algo parecido se están refiriendo a Cataluña como nación etnocultural, pues las referencias básicas son las de la lengua catalana, la identidad catalana, el sentimiento de pertenencia a la nación catalana y la cultura tradicional catalana. Es precisamente la afirmación de la existencia de esta nación catalana básicamente uniforme y homogénea la que sirve de base al argumento del derecho a un Estado propio. De la nación etnocultural a la nación política: ese ha sido el camino trazado por todos los nacionalismos en la historia moderna, aunque la historia diga que el camino fue, en todo caso, inverso, de la nación política a la nación etnocultural. Pero sólo en los casos en que se dio históricamente ese camino -fundamentalmente- en Francia.

Cataluña: las cosas por su nombreEs evidente que existe la nación catalana desde el momento en que existen miles, cientos de miles de personas que se sienten pertenecientes a ella. Se trata de algo indiscutible. Pero tan indiscutible es que en Cataluña existen distintos sentimientos de pertenencia, en la mayoría de los casos dos sentimientos de pertenencia, a la nación catalana y a la española, compatibles entre sí sin problemas. Esto obliga a diferenciar entre la existencia indiscutible de la nación catalana como una cuestión de hecho, y la pretensión de que Cataluña sea una nación única, que no lo es si no se niega la realidad incontrovertible de la pluralidad de sentimientos de pertenencia en su seno, su plurinacionalidad interna. Si España es plurinacional, más lo son, más estructuralmente lo son, Cataluña y Euskadi. Y sólo la doble afirmación es verdad. De otra manera se convierte en mentira peligrosa.

Se conjura el diálogo para solucionar el problema español-catalán. Pero si alguien habla en chino y otro habla en polaco, el diálogo no es posible porque no comparten ni una gramática común ni un vocabulario común.

Para que exista diálogo se necesita al menos un traductor en el que ambas lenguas encuentran la posibilidad de intercambiar normas. La norma de lenguaje en un Estado constitucional está en la Constitución. Fuera de ella no existe posibilidad alguna de diálogo. Reclamar diálogo negando las bases del mismo es irracional. Mentar el diálogo no produce el milagro del diálogo real. Nominalia non sunt realia. Lo que no quiere decir que las lenguas, las normas lingüísticas sean sarcófagos que encierran cadáveres. Aunque algunos expertos no estén de acuerdo, el ejemplo canadiense con su Ley de la Claridad muestra el camino, dentro del lenguaje común de la Constitución canadiense, que permite, desde el control de todo el proceso por parte de órganos que representan al conjunto de la nación política, dar salida a problemas como el catalán-español fijando, además, que para comenzar la negociación de salida siempre es necesaria una mayoría cualificada, por ejemplo, la mayoría del censo electoral.

Pero ni siquiera los que proclaman una reforma constitucional como tercera vía y como solución al problema español-catalán se han dignado debatir la propuesta de José María Ruiz Soroa de aprobar una ley en el Parlamento español recogiendo las enseñanzas del caso canadiense -en Joseba Arregi (coordinador), La Secesión de España-. En su lugar quieren trasladar el no diálogo en el que se asienta el problema catalán al interior de la propia Constitución, sembrando en ella la semilla de la desintegración -o abriendo la espita a una nueva frustración porque no pueden resolver nada con la presunta solución, al menos nada que interese a los que constituyen el problema-.

No siempre existen las terceras vías por mucho que se desee su existencia. Reconocer la singularidad: ¿en qué consiste esa singularidad? Ya hoy están reconocidas la singularidad lingüística -en la práctica más allá de lo que es posible en derecho-, la del derecho civil propio, la de la policía autonómica y otras más. ¿Cuál más hay que reconocer? Competencia exclusiva en educación y en política lingüística nos dicen, la primera en función de la segunda. Pero en una sociedad bilingüe poseer la competencia exclusiva sobre la lengua específica, que no propia, implica ejercerla también sobre la lengua franca, lo que no tiene mucho sentido. Alguien añadirá: un pacto fiscal que incluya una agencia tributaria propia. Ya que en estas cuestiones tanto se usa el ejemplo de Alemania, no estará de sobra recordar las condiciones jurídico-constitucionales en las que existen las Agencias Tributarias alemanas, una por cada Land: fijación en la propia Constitución alemana de los porcentajes de reparto de los impuestos más importantes, competencia compartida en cuestiones fiscales entre la cámara baja, el Bundestag y la cámara alta, el Bundesrat, cámara que goza de la posibilidad de vetar las leyes fiscales aprobadas por la otra cámara. Y el Bundesrat está constituido directamente por miembros de los gobiernos de los Länder. Ambas cámaras representan al conjunto del estado federal. Otra condición es la lealtad federal, la lealtad constitucional. El gobierno federal participa en la regulación de las Agencias Tributarias de los Länder. Participa también en el nombramiento de cada presidente de Agencia Tributaria. En el contexto de estas condiciones no habría problema en reconocer a las autonomías españolas que quisieran la capacidad de contar con una Agencia Tributaria propia. Sólo que ahora sería bueno que se les pidiera a todas las autonomías que la quisieran introducir en sus estatutos lo que dice el preámbulo la Constitución del Land Norte del Rhin y Westfalia: «Nosotros, hombres y mujeres del Norte del Rhin y Westfalia, en unión con todos los alemanes, nos damos la siguiente constitución...».

El problema básico del recurso al diálogo es que sólo ponen de manifiesto lo que hay que ceder al nacionalismo catalán, a los catalanes, sin que nunca se articule explícitamente lo que se pide, se exige o, al menos, se espera de ellos: lealtad federal, lealtad constitucional, aceptación del Estado de Derecho que es España, reconocimiento que lo que plantean no se debe, en absoluto, a la falta de democracia en España como Estado de Derecho, única razón que en el derecho internacional abre la puerta al derecho de autodeterminación.

También es conveniente llamar a las cosas por su nombre en el debate sobre las responsabilidades en la situación actual. Quien firma estas líneas fue testigo en los meses previos a los JJOO de Barcelona cómo parlamentarios del Parlamento de Cataluña en representación de CiU hablaban abiertamente de que el bilingüismo no era más que un vericueto para llegar a lo que deseaban: el monolingüismo en catalán. También pudo escuchar hace muchos años, antes de cualquier planteamiento de reforma del Estatuto catalán por Pascual Maragall, a quien es hoy coordinador de Convergència afirmar, con ocasión de unos cursos de la Universidad de Extremadura en el monasterio de Yuste, que para los convergentes integración no significaba que de la suma de A+B surgiera C, sino que se debía derivar de nuevo A, es decir, asimimilación. Todo esto antes de los agravios a los que recurre ahora el nacionalismo.

Duran Lleida, tan celebrado por comentaristas españoles importantes como gran estadista, lo ha dicho claramente: lo que busca es una España confederada, que es lo mismo que buscaba Maragall, y también es lo mismo que busca el nacionalismo vasco. Pero la Confederación es tan o más enemiga de la Federación que el centralismo. Todas las confederaciones que se han dado en la historia han terminado en desintegración estatal o en transformación en Federación: ahí están los ejemplos de EEUU y de Suiza.

¿De verdad creemos que sin llamar a las cosas por su nombre encontraremos alguna solución?

Joseba Arregi fue consejero del Gobierno vasco y es ensayista y presidente de Aldaketa.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *