Cataluña: lecciones de una Diada que pretendió ser histórica

La gran manifestación de Barcelona para celebrar la Diada del tricentenario de la derrota de las tropas austracistas a manos de las borbónicas demuestra hasta qué punto el Estado central ha dejado prácticamente de existir en Cataluña.

El Estado, en Cataluña, es la Generalitat y la Generalitat, gobernada por CiU con el apoyo de ERC, ha decidido romper con España.

Es decir, lo que está ocurriendo ante nuestros ojos es la constatación de la perversidad de un sistema de autonomía máxima cuando no existe un mínimo de lealtad institucional de una comunidad con el Estado y las leyes que le han proporcionado amplísimas competencias.

En la práctica, los únicos lazos que unen a Cataluña con el resto de España, al margen de los sentimentales e históricos, son la Agencia Tributaria y la Justicia. Y aún en esas parcelas de poder, la Generalitat tiene generosas potestades tanto en la gestión de los impuestos como en la designación de jueces y fiscales.

Cataluña lecciones de una Diada que pretendió ser históricaLo que ha ocurrido en los últimos tiempos en Cataluña es que el independentismo, respaldado sólo por el 15% hace tan sólo seis años, ha ganado la batalla a los dos grandes partidos (PSC y CiU) que, desde posiciones ideológicas distintas, defendían una vinculación con España.

El terreno en el que se ha librado esa batalla era, de partida, netamente favorable al independentismo, pero tanto el PSC como CiU pensaron de forma oportunista que podían utilizar el fantasma de la secesión para sacar réditos a corto plazo. Coquetearon con una fiera que ahora les ha devorado.

Ese terreno está delimitado por dos coordenadas: 1ª/ Dado que Cataluña es una comunidad rica (en relación a la media española), con la independencia se vivirá mejor; 2ª/ La democracia está por encima de las leyes.

Que un partido como el PSC aceptara la primera de esas premisas, profundamente conservadora, abiertamente contraria a un principio tan esencial al socialismo como es la solidaridad, demuestra hasta qué punto los políticos que nos han llevado a este callejón sin salida han sido frívolos, acomodaticios y egocéntricos.

En la construcción del discurso que contrapone la democracia a la ley (un Estado de derecho se basa en el imperio de la ley) han sido tan activos los nacionalistas como los socialistas. Pasqual Maragall y Roca Junyent desplegaron toda su capacidad dialéctica (mucha o poca) para desacreditar al Tribunal Constitucional, que estableció la inconstitucionalidad de algunos de los preceptos del vigente estatuto de autonomía.

No, no me olvido del PP. Lo que ocurre es que el PP no ha tenido responsabilidades de gobierno en Cataluña y nunca ha sido un partido hegemónico, como sí lo han sido el PSC y CiU. Al PP le pasa un poco como al Partido Conservador en Escocia: que, a este paso, acabará habiendo más pingüinos en el zoo que diputados populares en el Parlament.

El PP utilizó a Cataluña como un elemento movilizador para ganar votos en el resto de España. Una cosa es presentar un recurso ante el TC y otra recoger firmas en toda España alimentando una cierta aversión hacia lo catalán.

Pero lo más grave ha sido que durante años el Gobierno central (tanto del PP como del PSOE) ha hecho dejación de sus responsabilidades en Cataluña, permitiendo al nacionalismo moldear a la sociedad catalana a su imagen y semejanza, ahondando las diferencias, falsificando la Historia y creando agravios donde no los había.

El respaldo de los votos de CiU en el Congreso se ha cobrado a un precio altísimo. No sólo en transferencias, sino en la garantía de un cierto grado de impunidad ¿O si no, cómo se entiende que la familia de Jordi Pujol haya podido tener cuentas en paraísos fiscales durante más de 30 años sin que la inspección o la Policía se hayan enterado?

El lunes pasado le comenté a un alto magistrado que, por primera vez en mucho tiempo, veía reaccionar al Estado ante un reto tan extraordinario como al que nos enfrentamos. Su contestación fue esclarecedora: «Eso demuestra que el Estado no ha hecho nada hasta ahora para evitar esta situación».

En Cataluña confluyen dos grandes movimientos disgregadores: el independentismo y el populismo. Las encuestas apuntan una subida espectacular de ERC -en detrimento de CiU- y la irrupción, como en el resto de España, de Podemos, que puede acabar confluyendo con Guayem.

¿Se imaginan una Cataluña con un 51% de los votos repartidos entre ERC y una coalición liderada por Ada Colau?

Pues bien, eso es posible. Y es posible porque el Gobierno ha minusvalorado lo que estaba ocurriendo; porque los partidos mayoritarios han renunciado al debate ideológico; porque la burguesía catalana ha preferido la complacencia y porque la mayoría de los medios se ha sumado con entusiasmo a una ola que se ha convertido en tsunami.

¿Es demasiado tarde para pararlo? Es muy difícil. Cada día que pasa soy más pesimista al respecto.

Desde luego, como no se para es sólo diciendo que se aplicará la ley. ¡Faltaría más!

De acuerdo. Pero una vez dicho esto, ¿qué?

Por supuesto que hay que pedir a nuestros historiadores que desmonten los mitos construidos por el nacionalismo (y ahí están los discursos de Ricardo García Cárcel y Carmen Iglesias); claro que la Policía, Hacienda y la Fiscalía tienen que hacer su trabajo para destapar todas las trapacerías de la familia emblemática del nacionalismo catalán; evidentemente habrá que cumplir las resoluciones del Constitucional respecto a la consulta.

Pero ésa es una pequeña parte de la tarea.

El problema fundamental es político. Hay una mayoría de la sociedad catalana que no está movilizada, tal vez porque no le merezca la pena involucrarse en algo que puede derivar en un enfrentamiento social.

Como tantas veces en la política, la cuestión ahora no es optar por una estrategia de diálogo u otra de confrontación, sino de manejar con inteligencia la necesaria aplicación de la ley con la construcción de puentes con los simpatizantes del nacionalismo más proclives a crear un renovado clima de concordia en Cataluña.

La oferta realizada esta semana por María Dolores de Cospedal para la creación de un frente antinacionalista en Cataluña demuestra quizá buena fe, pero un alto grado de torpeza.

Si el PP, de verdad, pretende un acuerdo con los partidos que no quieren la independencia, debería iniciar negociaciones discretas para conseguirlo, no anunciarlo para que, a las pocas horas, todos los aludidos le den el «no» por respuesta.

Estamos ante un reto sin precedentes al Estado. De esta situación sólo nos sacará la política. Si es que los políticos están a la altura del desafío.

Casimiro García-Abadillo, director de El Mundo.

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