Cataluña no se mueve

Al cabo de tres años de agitación paroxística de la teología de la emancipación y de la mitología del destino manifiesto, los independentistas en su conjunto han perdido escaños respecto a 2012 y han obtenido menos del 50 por 100 de los votos. A la ViaLliure a la República Catalana le falta firmeza y aglomerado; su consistencia es poco más que retórica. Así sería también si la opción secesionista hubiese alcanzado la mayoría absoluta en sufragios porque el artificio del nacionalismo propaga como presunta realidad jurídica lo que no es más que una creencia sentimental y una falacia política: que el pueblo catalán constituye un sujeto soberano. Pero el torticero subterfugio de contar escaños en vez de papeletas sólo pone de manifiesto el carácter ventajista de la intentona de declarar una independencia virtual a través de mecanismos trucados. Primero con un referéndum ilegal, luego con una parodia simbólica y por último con un plebiscito tramposo.

Cataluña no se mueveBajo las leyes catalanas vigentes, el Parlamento autonómico requiere mayoría de dos tercios –90 diputados– para reformar el Estatuto y de tres quintos para elegir al Síndic de Greuges o Defensor del Pueblo. Con los escaños reunidos ayer tras una campaña dramática, las candidaturas favorables a la secesión, Junts pel Sí y la CUP, no podrían cambiar siquiera la composición del irrelevante Consejo Audiovisual. En estas condiciones resulta un dislate sarcástico la pretensión de haber obtenido no sólo legitimidad para saltarse y violentar la Constitución, sino hasta masa crítica suficiente para separarse de España.

Por eso frente a esa fantasía ofuscada y esa fullera manipulación de los principios democráticos no cabe más respuesta que el contraste con la serena evidencia. Cataluña seguirá siendo parte de la nación española –un mensaje que la ciudadanía debería haber oído anoche de boca del presidente Rajoy– porque para dejar de serlo necesita el consentimiento expreso de todos los españoles, únicos sujetos de la soberanía, y no lo va a tener. Los catalanes, todos los catalanes, tendrán que seguir cumpliendo las leyes españolas, todas las leyes. Cualquier iniciativa secesionista que pueda emprender el nuevo Parlamento autonómico, incluida una ya improbable declaración unilateral de independencia o el pronunciamiento retórico que elijan Artur Mas y sus socios, no existirá para el derecho nacional ni internacional y carecerá de efectos jurídicos en cualquier sentido. Sí los tendrá políticos, y no serán gratos porque tensarán aún más la relación de las instituciones catalanas con las del resto del Estado y, sobre todo, la convivencia civil entre unos ciudadanos que han depositado en las urnas el retrato de una sociedad tan plural como escindida.

Ésta es la principal consecuencia de las elecciones de ayer: un envenenamiento del clima político y social ante el que el soberanismo no se para en barras en su proyecto de imponer hechos consumados. Un choque institucional que puede llegar, en caso de tensión máxima, a comprometer el autogobierno. Una previsible frustración mal resuelta de la ilusión desencadenada por la entelequia separatista. Y un subsiguiente desencuentro moral entre los propios catalanes y entre ellos y los demás españoles que empiezan a estar hartos del perpetuo conflicto identitario, de la insaciable reclamación victimista y hostil, impregnada de un narcisismo insolidario cuando no sencillamente xenófobo. En palabras recientes de José Borrell, desengaño, división y melancolía.

Con una altísima participación, el resultado electoral habilita a los soberanistas para constituir un Gobierno, aunque aún parece probable que antes deban ponerse de acuerdo sobre la persona que vaya a presidirlo. También consagra a los Ciudadanos de Arrimadas y Rivera como exultante cabecera de la oposición constitucionalista a costa del severo retroceso del PP y el más moderado del PSC-PSOE; la presencia de los dos grandes partidos de Estado se achica peligrosamente en los territorios de hegemonía nacionalista. Significativo resulta asimismo el desinflado balance de la marca blanca de Podemos, que con un candidato poco idóneo ha empeorado los logros de ICV hace tres años; un duro revés para las aspiraciones de Pablo Iglesias. Las urnas han jibarizado hasta la irrelevancia al catalanismo moderado, expresión tradicional de la burguesía templada que parece ahora seducida por la sugestión de la ruptura.

Sin programa real de gobierno, la coalición ganadora ha concurrido a las elecciones con el proyecto unívoco de poner en marcha un proceso de secesión que al final no ha alcanzado consistencia determinante. Es decir, que su único plan concreto es inviable y conduce no sólo al bloqueo jurídico, sino al administrativo, el que afecta de modo sustancial a la vida cotidiana de los catalanes. La posibilidad de negociar con el Gobierno de España una especie de precio de la permanencia está cerrada, como mínimo, hasta los comicios generales de diciembre. Y aun después, en el caso de que el Partido Popular perdiera el poder, el PSOE dispondría de un margen muy limitado de reformas que difícilmente daría salidas al bucle emocional generado por el discurso independentista.

El liderazgo de Mas tampoco sale bien parado de su apuesta de vértigo. Su papeleta conjunta con ERC ha perdido escaños respecto a las de ambos por separado en 2012 y la correlación general de bloques sigue aproximadamente igual que antes de que emprendiese su huida hacia adelante; sólo que ahora lidera provisionalmente una inestable coalición cuya cohesión está cuarteada de recelos. Ni siquiera puede descartarse, dada su heterogeneidad y su dependencia de la radical CUP, que la alianza vencedora cuestione al candidato a la Presidencia o se fragmente en un acuerdo transversal «a la navarra» con fuerzas de la izquierda para constituir una versión radicalizada del antiguo tripartito. Una situación poco manejable, de estabilidad complicada y con el peligro de una suerte de batasunización de la política catalana.

Ante la tensa alarma que ha rodeado la campaña –con la contribución de unos partidos constitucionalistas que han aceptado el marco mental plebiscitario para promover una alta participación que a la postre ha modificado poco el signo previsto del resultado–, importa señalar que hoy no va a cambiar nada en la vida catalana. Los bancos, los comercios y las oficinas seguirán abiertos, y los gastos de la Administración autonómica continúan cubiertos por el aval del Estado. La presumible alteración de la normalidad política depende de la sensatez de los dirigentes elegidos para gestionar las instituciones. El mandato de las urnas es para gobernar Cataluña. Quien esté dispuesto a malversarlo debe saber que la malversación suele acabar delante de los tribunales. Y que éstos siguen sometidos a la legislación española.

Ignacio Camacho, periodista.

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