Cataluña para los catalanohablantes

Entre las grandes figuras de la historia reivindicadas por los líderes independentistas catalanes -desde Artur Mas hasta Carles Puigdemont, pasando por Oriol Junqueras-, no está, que yo sepa, James Monroe. Y es de lamentar, porque la célebre doctrina de quien fuera el quinto presidente de los Estados Unidos, «América para los americanos», se ajusta como un guante al proceder del catalanismo -esto es, del nacionalismo catalán- durante las últimas décadas. Sólo que, así como en el caso americano la principal coartada para la expansión fue el territorio, en el del catalanismo la ha encarnado siempre la lengua. En otras palabras: la presunta defensa del idioma es lo que legitima la política nacionalista en los confines de la propia Cataluña y lo que sirve asimismo como excusa a su afán colonizador del resto de las comunidades autónomas integradas en el constructo ideológico denominado «Países Catalanes».

Cataluña para los catalanohablantesPero no acaban aquí las similitudes. Del mismo modo que, hace dos siglos, los colonos estadounidenses fueron avanzando hacia el Pacífico haciendo bueno el derecho de conquista y sin que les importara lo más mínimo el consiguiente exterminio de los nativos que encontraban a su paso, las fuerzas de choque del catalanismo, amparadas y sufragadas por sus respectivos gobiernos autonómicos, han ido avanzando también en su propósito de expulsar el castellano del espacio público al margen de lo que prescribiera la legalidad. Ya en los primeros años ochenta, tras comprobar que el marco normativo de la ley de normalización lingüística recientemente aprobada no garantizaba el aprendizaje del catalán en la escuela por parte de los alumnos cuya lengua materna era el castellano, el gobierno nacionalista de la Generalidad empezó a implantar, por su cuenta y riesgo y a imagen y semejanza de sus correligionarios del Quebec, el modelo de inmersión lingüística. En consonancia con el objetivo perseguido, la zona de progresiva implantación fue el «cinturón rojo» barcelonés, de amplia mayoría castellanohablante. La política de hechos consumados tendente a fomentar el cambio de lengua en más de la mitad de la población catalana estaba, pues, en marcha.

Con todo, no fue hasta una década más tarde cuando esa política halló un acomodo legal, o lo que es lo mismo, unos decretos que la amparasen. Aunque para eso hizo falta la complicidad de un gobierno socialista y la previa aprobación de una ley, la Logse, acordada con el resto de la izquierda española y los nacionalismos vasco y catalán. La Logse asignaba a las comunidades autónomas con lengua cooficial la potestad de fijar los contenidos de un 45 por ciento del horario y, en general, una generosa capacidad de maniobra en la organización del nuevo sistema educativo, cuya obligatoriedad la propia ley había extendido hasta los 16 años. Sobra indicar que los nacionalistas no desaprovecharon la oportunidad. En el primero de los decretos que promulgaron en 1992 para aplicar la reforma, se establecía que el catalán «se utilizará como lengua vehicular y de aprendizaje» de toda la enseñanza obligatoria. Dicho y hecho.

En lo sucesivo, el modelo de inmersión se fue generalizando al conjunto de los centros docentes, públicos y concertados, de Cataluña -incluyendo las enseñanzas no obligatorias y, por supuesto, las comunicaciones internas y externas de cada centro-, a pesar de las denuncias y recursos interpuestos por las asociaciones de defensa de los derechos de los castellanohablantes y a pesar incluso de las resoluciones que los tribunales fueron dictando. Y cuando el nuevo Estatuto de Autonomía de 2006 trató de legalizar esas prácticas ilícitas cuyo fin no era otro que erradicar por completo el castellano de la escuela y del resto de la administración pública, la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010 anulando el apartado que declaraba el catalán «lengua preferente» dio al traste con las pretensiones del nacionalismo. Una vez reconocido por el Alto Tribunal el carácter de lengua vehicular del castellano, distintas sentencias del Supremo concretaron dicha vehicularidad -valga el palabro- en un mínimo del 25 por ciento del horario y en asignaturas que tuvieran la condición de troncales, lo que evitaba la treta, tan común, de recurrir a la Educación Física para cubrir el expediente.

Aun así, los distintos gobiernos de la Generalidad siguieron a lo suyo. ¿Cómo no iban a continuar desobedeciendo a los organismos judiciales si durante casi toda la última década no han hecho otra cosa que crear el caldo de cultivo necesario para impugnar nuestro marco legal y justificar de ese modo su tentativa de golpe de Estado? De ahí que la enmienda conjunta de PSOE, Podemos y ERC introducida en la tramitación de la llamada «ley Celaá» y por la que se suprime de un plumazo el carácter vehicular del castellano y su condición de lengua oficial del Estado del articulado del proyecto de ley, deba considerarse como un nuevo intento de blanquear las ilegalidades pasadas. Nadie duda, y menos aún los promotores de la enmienda, de que el Alto Tribunal declarará inconstitucional esa alteración del texto cuando resuelva los recursos que han prometido interponer diversas fuerzas políticas de la oposición. Pero eso al nacionalismo le trae sin cuidado. Al contrario, así tendrá un nuevo agravio que sumar a su ya largo memorial. Y, mientras tanto, no se ha reparado bastante en otras tres modificaciones del articulado que persiguen un fin separativo similar. Me refiero a la que permite a las autonomías con lengua cooficial ampliar todavía más la facultad de fijar los contenidos del currículo -de un 45 a un 50 por ciento del horario-; a la que posibilitará que los gobiernos de esas mismas comunidades autónomas designen a sus inspectores educativos sin que medie oposición alguna, con lo que el sesgo ideológico y las arbitrariedades consiguientes estarán servidos, y a la que consolida el derecho de propiedad del nacionalismo sobre la educación al convertir la asignatura «Lengua cooficial y literatura» en «Lengua propia y literatura».

Me gustaría equivocarme, pero, a este paso, del Estado de Derecho que una inmensa mayoría de los españoles nos dimos hace ya más de cuarenta años, Constitución mediante, pronto no va a quedar ni el recuerdo.

Xavier Pericay es escritor.

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