Cataluña se quema las alas

La crisis política en Cataluña pone a prueba, y lo hará durante mucho tiempo, la cohesión de la comunidad autónoma y de toda España. Pero también sacude a la Unión Europea e inquieta incluso a países no miembros, como Suiza, tan ligada a la estabilidad política del continente. Es una crisis aún más compleja porque los catalanes son europeístas, pero, curiosamente, sus acciones están ejerciendo presión sobre Europa. Nada va a poder cicatrizar a corto plazo las heridas reabiertas por el referéndum del 1 de octubre.

Muchos catalanes y muchos europeos buscan el modelo ideal en la Confederación Suiza. Pero, en este caso, la comparación no vale. Suiza suele decir que es un Willenstaat, un Estado basado en una voluntad común. Es un país que se construyó a partir de 1291 mediante la aglomeración de cantones, hasta 1979, fecha de la creación oficial del número 23, el de Jura. La descentralización del país se refleja en los presupuestos: el de la Confederación Helvética (alrededor de 68.000 millones de francos, es decir, 58.000 millones de euros) es la mitad que el de los cantones y los municipios (75.000 millones y 40.000 millones de euros, respectivamente).

El poder de un Estado, de un Land alemán, de una región francesa o italiana, de una provincia, de una comunidad autónoma española o de un cantón suizo, reside principalmente en su capacidad presupuestaria. ¿Pero, quién nutre los fondos públicos? Los ciudadanos, o, al menos, los que pagan sus impuestos. Y las empresas. Pues bien, las empresas catalanas más poderosas están huyendo de la región. Empezando por CaixaBank, que se ha trasladado a Valencia, y el Banco de Sabadell, que se ha establecido en Alicante, conocida por acoger a los jubilados del norte de Europa. Los catalanes, boquiabiertos, asisten desde hace tres semanas a una auténtica hemorragia de empresas que abandonan Barcelona para instalarse en todos los rincones de España y, en particular, en Madrid. Según las últimas cuentas, van ya 1.500. Pero nadie se atreve aún a evaluar las pérdidas fiscales derivadas de esos abandonos.

Por otra parte, ¿volverán después?

En medio del desconcierto, se buscan precedentes. Se repasa la historia. Se acude al caso de Quebec. Se hacen comparaciones peligrosas. Hace 40 años, varias empresas importantes se fueron de Montreal ante el temor de que se creara un Estado de Quebec. Emigraron a Toronto, hoy capital económica de Canadá. Y la mayoría de ellas no regresó.

La desbandada tiene, como mínimo, tres consecuencias devastadoras. La primera, por supuesto, es la marcha de las empresas en sí misma. La segunda, menos visible a corto plazo, es igual de peligrosa: la huida puede arrastrar a empresas de mediano tamaño, menos conocidas en el ámbito catalán, pero íntimamente ligadas al tejido económico catalán, que, a la hora de escoger entre el mercado local, de 7,5 millones de habitantes, y el de la UE, de más de 500 millones, lo tendrían claro.

La tercera consecuencia es la mala señal que dan a quienes quieren —o querrían— invertir en una región que posee activos muy valiosos: mano de obra cualificada, encrucijada de culturas, calidad de vida, alquileres asequibles, centro de ferias y conferencias, etcétera. Con estos datos, la huida de las empresas delata que hay un verdadero estado de pánico que se ha apoderado de los consejos de administración y, sobre todo, que están hartos de la clase política que gobierna Cataluña. Un auténtico ¡basta ya!

Al franquear la línea roja, los independentistas han abierto la puerta a los viejos demonios. Se ha deslizado en el debate el espectro de Franco. Se han reabierto otras heridas que parecían cicatrizadas. La Cataluña homenajeada por George Orwell, que nos dio a Antonio Gaudí, Salvador Dalí y Manuel Vázquez Montalbán, merece algo mil veces mejor que el precipicio al que amenazan con arrojarla Carles Puigdemont y sus seguidores, y Mariano Rajoy y sus tropas.

Esta tierra de invenciones, este laboratorio artístico y cultural extraordinario, lleva mil años de prosperidad porque sus habitantes han sabido convivir con sus vecinos. En 1992, Barcelona se abrió al mar; 25 años después, cierra sus puertas. Cataluña lleva 40 años queriendo controlar parte de sus riquezas; ahora se arriesga a no poder seguir controlando una riqueza que, cada vez más, se parece a un colchón de lana agujereado. Se arriesga a quemarse las alas.

Roland Rossier, de madre catalana, es redactor jefe de Economía en la Tribune de Genève. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

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