Cataluña, un año después

A lo largo de la tarde del 27 de octubre de 2017, miles de catalanes llenaban una vez más las calles de Barcelona. Tras dos meses convulsos en la política catalana, las fuerzas independentistas culminaban el objetivo de la legislatura: declarar la república catalana. No obstante, ningún edificio público arrió las banderas de España, ni esa tarde ni los días posteriores. Las prometidas estructuras de Estado no tomaron el control del poder en Cataluña ni tampoco llegaron los reconocimientos por parte de la comunidad internacional. La ciudadanía pronto comprobó que detrás de esa declaración de independencia se escondía, en realidad, el fracaso del proceso soberanista.

Tras ese 27 de octubre, el independentismo pudo constatar también los elevados costes asociados a apostar por la vía unilateral. Unos costes que además excedían, en mucho, las expectativas iniciales. No tanto quizás por la pérdida del autogobierno tras la aplicación del artículo 155, que muchos ya asumían como inevitable, sino muy especialmente por la imputación de delitos relacionados con actos violentos a los líderes de un movimiento marcadamente pacífico.

A priori, cabría pensar que el fracaso de la vía unilateral iba a ir acompañado de una creciente desafección o desaliento entre la opinión pública afín al independentismo. Sin embargo, una lectura de las encuestas del último año no parece mostrar un desgaste evidente del apoyo a la independencia. De hecho, existen algunos indicios que apuntan incluso en el sentido opuesto. La simpatía hacia el proyecto independentista parece estar ganando terreno entre los catalanes cuyo modelo territorial ideal es el federalismo. En efecto, cada vez hay más catalanes federalistas dispuestos a votar a favor de la independencia ante un eventual referéndum sobre esta cuestión. Dicho de otro modo, los “federalistas independentistas” son cada vez más numerosos.

Las imputaciones de sedición y rebelión a los líderes del movimiento independentista han avivado más que nunca las sensaciones de agravio e injusticia entre una parte importante de la opinión pública catalana. Para el independentismo, ya no se trata solo de una confrontación entre identidades nacionales, sino de una lucha entre democracia y autoritarismo. Este clima de opinión ha dado aliento al activismo político, compensando el potencial efecto desmovilizador que podía haber tenido el fracaso del proyecto unilateral de independencia.

El segundo factor que ha mantenido vivo el movimiento independentista es que sigue extendida entre la opinión pública catalana la convicción de que, en España, las reformas del modelo territorial son inviables. La llegada de un Gobierno socialista ha supuesto un cambio de tono en esta materia, pero aún se mantiene lo esencial: el PSOE, por sí solo, no puede plantear mejoras del autogobierno de Cataluña. El PP sigue teniendo poder de veto, ya que los socialistas difícilmente pueden asumir los costes electorales de plantear reformas del modelo territorial sin consensos.

Si algo ha marcado la política española durante la primera mitad de 2018 es el terremoto político en el centroderecha. La competencia entre PP y Ciudadanos en torno a la cuestión identitaria ha provocado que los votantes más conservadores empiecen a plantearse seriamente no votar al PP. Nunca antes la derecha había roto su férrea lealtad al PP, ni en sus peores momentos, cuando el partido se encontraba acorralado por numerosos y sonados escándalos de corrupción.

Sin embargo, la crisis catalana ha logrado romper el dique de contención que mantenía relativamente a salvo al PP. La dura pugna abierta entre Ciudadanos y PP por el voto más conservador está provocando una competencia al alza sobre quién tiene una posición más dura en esta cuestión. Mientras se mantenga esta lucha en el centroderecha, las vías reformistas en España seguirán bloqueadas, pues el PSOE no puede permitirse emprender este viaje sin aliados en la derecha.

Finalmente, el tercer y último elemento que explicaría por qué la adhesión a la independencia se mantiene fuerte es que la guerra entre los partidos independentistas permanece abierta. Algunos analistas creíamos que el proceso soberanista cambiaría de etapa cuando ERC consolidara su condición de primer partido en el espacio independentista. Entonces, Esquerra tendría todos los incentivos para relajar el ritmo y ambición de la agenda soberanista para, con ello, poder consolidarse como partido de gobierno. Una vez ERC se hiciera con el poder y dejara al PDeCAT muy debilitado en la oposición, sería posible liderar la opinión pública a postulados más moderados o menos rupturistas.

La realidad acabó siendo bien distinta. La eficaz campaña de la plataforma Junts per Catalunya en torno a la “restitución del Gobierno legítimo” provocó que muchos simpatizantes de ERC votaran estratégicamente la candidatura de Carles Puigdemont como fórmula de expresar su rechazo al 155 y a los procesos judiciales. Esquerra no ganó definitivamente la partida como parecía estar escrito en el guion y quedó, de nuevo, relegada a socio minoritario en el Gobierno catalán. La pugna por el espacio electoral independentista entre estos dos partidos dificulta que se produzcan cambios sustanciales en las preferencias políticas de la opinión pública catalana.

En definitiva, el independentismo no parece haber caído en el desaliento tras el fracaso de la hoja de ruta soberanista. Y eso es así, en parte, porque los políticos siguen incapaces de encontrar vías de distensión. El Gobierno tiene hoy menos margen de maniobra en la gestión de la crisis catalana pues la iniciativa política se ha desplazado al poder judicial. Además, la competencia en el eje identitario tanto en la política catalana como en la española sigue alentando la polarización y la situación de bloqueo.

Puede que hoy no sintamos esa sensación de estar al borde del abismo como en octubre del año pasado. Sin embargo, tras una apariencia de mayor calma, sigue la tormenta política, pues una gran parte de los pilares que sostienen la crisis catalana se mantienen firmes y sin fisuras.

Lluis Orriols Galve es profesor de ciencia política de la Universidad Carlos III de Madrid.

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