Cataluña: un ejercicio antodemocrático

La cuestión sobre el derecho a la independencia de Cataluña lleva el camino de convertirse en interminable. Los debates interminables acaban siempre por enturbiar la razón, distorsionar las posiciones en conflicto y, desde luego, hacer cada vez más difícil de encontrar una salida justa, lógica o conveniente, según corresponda a la naturaleza de la cuestión debatida. Así sucede en el debate sobre Cataluña.

Lo primero que llama la atención es el desprecio con el que se considera el Estado de Derecho, desde el bando independentista oficial y desde algunas otras posiciones dispuestas a transigir con él. Es seguro que nadie dentro de sus filas dejará de reconocerse como ferviente demócrata. Pues bien, recuerden que el Estado de Derecho no es un régimen impuesto y opresivo. Es, simplemente, la expresión jurídica de la democracia. Esto es, el sistema de normas y leyes que el pueblo se da así mismo y que refleja la voluntad general que todos deben acatar. Los derechos que asisten a los ciudadanos son única y exclusivamente los que se reconocen en la ley de modo expreso o se derivan de los principios que inspiran el sistema, definidos en sus normas básicas o reconocidos por la jurisprudencia de los tribunales que las interpretan y las aplican. Ni en nuestro Estado de Derecho –que incluye el propio Estatut– ni en ningún otro orden jurídico positivo internacional, ni en ninguna otra forma de derecho natural superior a ellos, se reconoce el derecho a la secesión de una parte de un estado consolidado y democrático, ni se contiene ningún principio del que directa o incluso enrevesadamente pudiera derivarse tal derecho.

Cataluña un ejercicio antodemocrático¿Quiere esto decir que es antidemocrático o ilegítimo o inmoral o, desde cualquier otro punto de vista, rechazable que un número –grande o pequeño– de catalanes quieran ser independientes? En modo alguno. Es perfectamente democrático, legítimo, moral y explicable. Y diría aún más: no es contrario a ninguna norma jurídica argumentar, incluso falazmente como se hace desde el bando independentista, a favor de la justificación histórica o moral del derecho a la independencia de Cataluña, o falsear, más groseramente aún, los supuestos resultados beneficiosos de todo tipo que la consecución de la independencia acarrearía para los ciudadanos catalanes. Es de sobra sabido que la decencia intelectual no es la virtud más floreciente en los debates políticos.

Lo que sería rotundamente antidemocrático, ilegítimo, inmoral y, desde cualquier punto de vista, rechazable es querer proclamar la independencia en contra del ordenamiento jurídico vigente, es decir, en contra del orden democrático que el pueblo español en su conjunto, incluyendo lógicamente a Cataluña, se ha dado a sí mismo de manera voluntaria, libre y sin imposición ajena. Vulneraría frontalmente la Constitución Española y el propio Estatut de autonomía. Como cualquier otra actuación que vulnere el orden constitucional, debe ser combatida por los responsables de su mantenimiento. Es una verdad tan obvia que prevalece inevitablemente sobre la confusa madeja que teje el debate político. Esta parece ser, afortunadamente, la voluntad de nuestro Gobierno.

Hasta la fecha, el movimiento independentista se ha movido de modo circular en el terreno de la retórica política y no en el de los hechos que impliquen el ejercicio real de la soberanía propia de un estado independiente. Por ello hasta ahora la cuestión se ha situado en exclusiva en el ámbito del Tribunal Constitucional. El haber seguido de forma constante e implacable el camino del recurso de constitucionalidad ha sido, de nuevo, un acierto del Gobierno actual y de los precedentes.

Lo cierto es que, no obstante su evidente dramatismo, desde el punto de vista de su naturaleza jurídica en nada se distinguiría una declaración de independencia del Parlamento catalán de las iniciativas legislativas anticonstitucionales que ha venido aprobando a lo largo de los años. Sería, una vez más, una decisión jurídicamente nula que las autoridades del Estado están obligadas a combatir. Políticamente, socialmente, sería sin duda mucho más grave que cualquier otra actuación anticonstitucional precedente. Pero en esencia, desde el punto de vista jurídico, dejando al margen su gravedad política, sería exactamente lo mismo. La mayor gravedad justificaría sin duda omitir en este caso el expediente del recurso de anticonstitucionalidad y recurrir al artículo 155 de la Constitución, que permite al Gobierno, previo acuerdo de la mayoría absoluta del Senado, actuar directamente para restaurar la legalidad constitucional. El precepto no especifica cuáles sean las posibles medidas a tomar, pero es claro que a su vez estarían sometidas al control del Tribunal Constitucional, que, de conformidad con la nueva legislación recientemente aprobada, podría suspenderlas cautelarmente si el Gobierno actuara de forma desproporcionada. En un probable Senado sin mayoría absoluta de ningún partido, la aprobación de las medidas que proponga el Gobierno exigirá un acuerdo que, mire usted por dónde, podría ser el inicio de una hermosa Grosse Koalition.

Este escenario en cierta medida plácido de declaraciones y recursos jurisdiccionales cambiaría por completo si las instituciones catalanas se resistiesen a cumplir las medidas decretadas, bien sea por el Gobierno nacional, bien por el Tribunal Constitucional, y pasasen a ejercitar de hecho la soberanía propia de un estado independiente. Es decir, si, a título de ejemplo, organizasen sus propias fuerzas armadas, estableciesen fronteras, etc.

La secesión y el consiguiente ejercicio de la independencia por un territorio parte de un estado consolidado ha sido posible en la Historia por alguno de estos tres caminos: bien por el acuerdo del estado que hasta ese momento ejercía la soberanía sobre él en función de una decisión de conveniencia política; bien por la imposición coactiva de la nueva situación de independencia por una organización supranacional con capacidad para ejercer dicha coacción; o directamente por la fuerza, resultado de una revolución inevitablemente violenta de sus ciudadanos, solos o con el amparo de otros aliados, porque ninguna revolución pacífica se impone a una decisión política firme de mantener la ley. No ha habido otros precedentes de acceso a la independencia. Y no parece que alguno de estos caminos sea transitable en el caso que nos ocupa.

Daniel García-Pita Pemán, abogado.

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