Cataluña: ¿un problema solo político?

La insistencia a ultranza en la naturaleza exclusivamente política del conflicto catalán esconde una doble intencionalidad: primero, oscurecer el hecho de que, antes que político, es social, un problema entre catalanes, divididos y enfrentados en torno a cómo manejar su convivencia; segundo, excluir del conflicto catalán cualquier aplicación del Derecho y ponerlo al margen de sus consecuencias.

Respecto de lo primero, objetivo del independentismo ha sido y es ocupar todo el espacio social para, a través de la imposición identitaria, excluir de él a los no secesionistas. En otras palabras, apropiarse de toda la simbología nacional, acaparar el poder político y las instituciones para hablar en nombre de toda Cataluña, pero gobernar sólo para los intereses y aspiraciones de una parte de ella.

Ignorar el aspecto social del conflicto es reflejo inverso de la obsesión secesionista por excluir de cualquier proyecto nacional a quienes no comparten su credo. Relegados éstos durante años a mayoría silenciosa y silenciada, han sido sometidos a un sutil, pero duro, proceso de pensamiento único, a través del adoctrinamiento, la propaganda y un eficaz control social.

La inexplicable ausencia del Estado en Cataluña, explotada por el nacionalismo en términos de ventajismo y victimismo, ha contribuido a profundizar el sentimiento de abandono y exclusión por parte de la mayoría no nacionalista. Con dificultad, en una negociación política con independentistas, se sentirá esta mayoría representada por gobiernos interesados durante décadas en lograr el apoyo de los nacionalistas y en calmar sus ambiciones, en detrimento de los no nacionalistas, dentro o fuera de Cataluña.

Cualquier diálogo y negociación del Gobierno con independentistas corre así el riesgo de ser percibida por una gran parte de la mayoría no independentista como refuerzo a la política de exclusión que impulsa el secesionismo.

Respecto de lo segundo, hay un embeleco en la insistencia justificativa de que el problema catalán es de naturaleza política para concluir que solo cabe una solución política de diálogo y negociación. Lo que en el fondo se está reclamando es, ni más ni menos, que dar primacía al principio de legitimidad sobre el de legalidad, para colocar la reivindicación secesionista por encima del derecho. Artur Mas, con anterioridad, y Quim Torra, recientemente, lo han expresado sin ambages: la voluntad de un pueblo y la democracia están por encima de la Constitución y de las Leyes.

Como en un sistema democrático, legitimidad y legalidad se funden e identifican y son inseparables, tanto en su esencia como en su funcionalidad, el secesionismo, atrapado en su propia trampa, no ha podido evitar proclamar alternativamente un derecho inexistente a decidir o una legalidad alternativa y sucedánea en la que legitimarse. Así, proclamar que el conflicto catalán es solo político y no jurídico queda desmentido en la práctica, mientras emerge la amenaza de transitar caminos y buscar destinos fuera del rigor de las leyes vigentes.

Porque la insistencia en conceder exclusividad política al problema catalán conlleva también la intención de colocarlo al margen de la justicia. Esta vieja pretensión cobrará cada día mayor fuerza conforme avance el juicio a los autores del golpe independentista: meros presos políticos, perseguidos, detenidos y juzgados sólo por sus ideas y por aplicar el mandato democrático del pueblo catalán. Un relato fuera y al margen de toda consideración jurídica, pero plenamente coherente con la pretendida naturaleza exclusivamente política del conflicto y su relato: no se puede ni penalizar las ideas ni judicializar la política.

Hay todavía otro riesgo implícito en la reivindicación de un diálogo político. Al otorgarle exclusivamente naturaleza política y no social al problema catalán, se permite una vía de fácil sublimación: un conflicto entre Cataluña y España debe resolverse entre la Generalitat y el Estado. Así se abre camino una de las pretensiones más constantes del independentismo: formalizar una relación de bilateralidad entre dos entidades políticas de pretendida naturaleza similar que ayude a dar visibilidad al conflicto y a publicitarlo en todas direcciones, incluida su internacionalización. A nadie debe extrañar que al final del diálogo entre el Gobierno y la Generalitat haya aparecido la figura de un «relator», pronto identificado como la manilla que abría la puerta a la intermediación internacional. El riesgo se hizo presente, aunque por fortuna no llegó a materializarse.

Por último, conviene destacar el azaroso peligro de la incoherencia de una negociación política con personas e instituciones que se niegan a desvincularse de actuaciones contra el Estado de Derecho y el sistema democrático. El diálogo negociador otorgaría así legitimidad, directa o indirecta, a interlocutores y negociadores políticamente vinculados a graves delitos contra el Estado de Derecho. Hay que asegurar la coherencia entre los diferentes órganos del Estado. El Gobierno no debe ponerse en posiciones ni adoptar medidas que no sean escrupulosamente respetuosas con otras adoptadas o decididas por la Justicia.

En conclusión, el diálogo y la negociación son mecanismos indispensables en democracia, pero instrumentalizados por la reivindicación independentista de que el conflicto catalán es solo político y, por tanto, exige una solución exclusivamente política, manejada por políticos, al margen de la mayoría social, fuera del marco jurídico y exento de consecuencias judiciales, pueden atentar contra principios básicos del derecho y la democracia.

Antonio Núñez y García-Sauco es embajador.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *