Cataluña y el efecto Casandra

A Federico Prades, “in memoriam”, eminente economista que me contó su tesis sobre el efecto Casandra en la economía.

Apolo quedó deslumbrado ante la imponente presencia de Casandra, la hermosa hija de Hécuba y Príamo, reyes de Troya, y se propuso seducirla con los muchos recursos a su alcance. La conquista no debió de ser fácil para el dios de la perfección y la belleza, que encontró más resistencia de la esperada aunque finalmente consiguiera arrancar el compromiso de su amada a cambio de otorgarle el don de la profecía.

Poco después Casandra, arrepentida, rompió su promesa provocando la ira de Apolo que decidió castigarla de modo despiadado. Los dioses eran libertinos y carecían de escrúpulos, pero se habría considerado indigno de su posición olímpica arrebatar lo previamente concedido; por ello, Apolo ideó una fórmula perversa para consumar su venganza: Casandra conservaría su capacidad adivinatoria pero nadie la creería.

A partir de aquel momento la vida de Casandra fue un continuo tormento. Abandonada por su familia que la consideraba loca, se refugió en el templo de Atenea donde fue descubierta y violada por Ajax. El mito la representa vagando desolada por las calles de Troya denunciando con desesperación la trampa que escondía el famoso caballo sin conseguir que nadie le prestara atención. También predijo la muerte de Agamenón y su propia desgracia, que no pudo evitar.

Casandra acertaba siempre pero nadie la creía. Por el contrario, los dirigentes separatistas han errado sus pronósticos reiteradamente pero pese a ello muchos continúan creyéndoles, con una fe a prueba de hechos que se ajusta literalmente a la definición que improvisó en un examen un alumno, del que nunca llegaremos a saber si era un ignorante o un sabio: “Fe es creer lo que sabemos que no es verdad”.

Ni la comunidad internacional celebró la declaración “simbólica” de la nueva República; ni los grandes líderes mundiales, con excepción del señor Maduro, la apoyaron; al revés, se han pronunciado inequívocamente a favor de la unidad de España; ni la Unión Europea reconoció las pretensiones de los independentistas, por el contrario, aclaró que si se consumara la ruptura con España, Cataluña dejaría de formar parte de la Unión; ni tampoco las empresas han acudido en tropel a la llamada de la nueva República, sino que han huido en desbandada en sentido opuesto por el razonable temor a imprevisibles consecuencias.

Tantos y tan graves reveses no han afectado aparentemente al ánimo de numerosos secesionistas que mantienen una fe inquebrantable en su proyecto. El enigma por el que un sector significativo de una de las sociedades más avanzadas de Europa persiste en un propósito desmentido de modo tan consistente por los hechos reclama un intento de explicación.

El gran acierto del independentismo ha sido refutar el principio de realidad mediante un relato que combina hábilmente un memorial de agravios, en buena parte inventados, con el señuelo del regreso al paraíso perdido o arrebatado. La esperanza en la reparación de una injusticia histórica asociada a la promesa de un futuro idealizado, sustentada en mensajes claros, simples y, al tiempo, falaces pero difíciles de rebatir con argumentos sencillos, ha resultado una fórmula infalible, en este caso, como lo ha sido a lo largo de la historia.

Hace aproximadamente un lustro se produjo la fulgurante aparición en la escena internacional del historiador israelí Yuval Noah Harari, que irrumpió con una interpretación original sobre la evolución de la humanidad. La tesis central de Harari, muy sintéticamente descrita, se basa en considerar que lo que realmente diferencia a nuestra especie de todas las demás es su capacidad para construir mitos compartidos capaces de movilizar infinidad de voluntades en una misma dirección y con un propósito común.

Este planteamiento resulta muy sugestivo para ilustrar la importancia de los mitos en los grandes logros, pero también en los desastres del pasado, porque lo trascendente de los mitos no es su acierto o veracidad, sino su credibilidad, como mostró el infortunio de Casandra.

A mi juicio, la consecuencia más grave, por el momento, del contencioso catalán es la profunda división social producida, primero, en el interior de Cataluña y, luego, con el resto de España. Por supuesto, esta opinión es discutida como todas lo son en este ámbito, pero espero que nadie pueda negar el permanente alud de informaciones, comunicados, mensajes y reclamos, verdaderos o falsos, que envenenan la vida cotidiana, dentro y fuera Cataluña, sin que tengamos capacidad para controlarlos.

Esta contaminación ideológica se produce no sólo desde los planteamientos independentistas sino también desde la orilla opuesta, porque un efecto reflejo del sectarismo secesionista es la reacción defensiva de magnitud semejante en sentido contrario. Para contrarrestar la tabarra de tener que soportar la fabulación de una Cataluña orgullosa por el descubrimiento de la sardana y la butifarra desde el principio de los tiempos, se nos martiriza con el canto de las excelencias de la jota aragonesa o de la morcilla de Burgos.

¡Qué pesados! ¡Qué pesados! exclamó Rafael Sánchez Ferlosio ante la pregunta que le hacía un periodista en referencia a la situación en Cataluña. Esta respuesta, como cabía esperar de la lucidez del entrevistado, contiene una clave decisiva porque el pesado se caracteriza por reclamar nuestra atención para luego defraudarla con un discurso aburrido, repetitivo, extenuante y carente de interés. Como decía Benedetto Croce: “Pesado es el que nos priva de la soledad sin darnos compañía.”

He utilizado el término defraudar porque la atención es un don muy valioso, pues significa poner a disposición de quien habla los sentidos y capacidades del que escucha, con la esperanza de obtener una incierta compensación en forma de conocimiento o de disfrute. Se trata de un crédito gratuito, con razón se dice que la atención se presta, y, en consecuencia, requiere una cuidadosa administración por su beneficiario, de modo que el incumplimiento de este deber merece un reproche severo.

Lo que está ocurriendo en este caso es un abuso insoportable, que cualquier sociedad realmente civilizada se plantearía tipificar en el código penal, aunque no es de esperar que todos jueces locales en Alemania entiendan esta sutileza. Cabe preguntarse en virtud de qué mandato estamos obligados a soportar este incordio, que además de la molestia tiene el inconveniente de encender los ánimos y sembrar el odio.

No quisiera que esta reflexión, hecha en plena canícula, incurriera en banalidad porque la situación es gravísima. El separatismo radical, el que promueve la vía unilateral a la independencia, ha conducido el proceso a un punto de bloqueo porque ni puede imponer, dentro o fuera de la legalidad, sus propósitos, ni el Estado puede atender sus pretensiones sin vulnerar gravemente el ordenamiento jurídico.

En una democracia todos somos responsables y no cabe desentenderse de las cuestiones que nos conciernen como ciudadanos, pero en las actuales circunstancias, convendría confiar a las instituciones el cumplimiento de su deber de mantener la ley y el orden. Mientras tanto, la sociedad podría darse una tregua, abandonar el campo de la confrontación, cesar las controversias, calmar los ánimos alterados y restablecer la convivencia gravemente dañada, antes de que los perjuicios sean irreparables.

Bien sé que en Cataluña, donde se están produciendo actuaciones inadmisibles, la situación se vive con especial dramatismo pero hay que evitar la tentación de comportarse como los provocadores. Resultaría muy higiénico aplicar la técnica de la “desconexión” a algunas voces estridentes como las de Puigdemont, Torra, Tardá, Rufián, Turull... por citar algunas de las más sonoras. Por supuesto, no se propone acallarlas, sino simplemente desoírlas. Creo que nuestro nivel cultural no se resentiría por ello y a cambio podríamos recuperar algo de tranquilidad y sosiego.

La irrelevancia de algunos líderes actuales me ha devuelto el recuerdo de un suceso que contaba un amigo, buen conocedor de la movida madrileña en aquellos años de desenfreno. Una noche tropezó con una redada en la que la Policía mantenía retenidos a unos yonkis con los brazos apoyados en la pared en una postura un tanto humillante. Uno de ellos le reconoció y se dirigió a él con los ojos vidriosos de drogadicto, esbozando media sonrisa entre resignada y sarcástica, exclamó: “Ya ves, Paco. ¡Que gente nos cuida!”.

Ángel Bizcarrondo es inspector de finanzas del Estado. Ha sido director general del Ministerio de Hacienda.

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