Cataluña y el enemigo imaginario

El mes de agosto es un tiempo de vacaciones. Incluso ahora cuando nuestro periodo de descanso se ve fraccionado por imperativos empresariales o acortado por los efectos de la crisis económica, sigue siendo un intervalo en nuestras rutinas laborales. Es un tiempo de desinhibiciones y la ligereza se instala en el ambiente. Los políticos aprovechan para comprobar el efecto de sus tesis más atrevidas y radicales; así, el ministro de Justicia, entre muchas comillas y condicionales, ha manifestado la disposición del Gobierno para modificar la Constitución; y los socialistas, por su parte, han aprovechado para desterrar a su portavoz en el Ayuntamiento de Madrid, una vez exprimido suficientemente. En este tiempo con sabor a melocotones y a vino blanco frío, las declaraciones de los dirigentes nacionalistas catalanes sobre sus requisitos para proclamar la independencia han resonado con el sonido metálico de las decisiones dramáticas. Porque dramático es que un diputado más en la Cámara autonómica sea suficiente para romper los vínculos sentimentales, políticos, culturales y económicos que ha producido una larguísima historia y que les une al resto de España.

Cataluña y el enemigo imaginarioLas próximas elecciones autonómicas catalanas –para ellos plebiscitarias y constituyentes–, unidas a esta voluntad de quiebra con el resto, hace que este mes de agosto se haya convertido en el prólogo de un tiempo lleno de incertidumbres, en el que una vez más los españoles nos encontraremos con el conflicto radical entre los que quieren volver a empezar, ahora en solitario, y una mayoría abigarrada que apuesta por seguir adelante con las reformas que fueran necesarias. No tienen que pedir perdón los nacionalistas catalanes por su credo, pero para los que no lo somos será muy difícil olvidar su aprovechamiento egoísta y mezquino de las consecuencias sociales provocadas por la crisis económica para conseguir sus objetivos. En el peor momento y cuando era más necesario que nunca unir esfuerzos para salir de la crisis, ellos han aprovechado para pisar el acelerador e intentar conseguir sus ensoñaciones.

Aunque no nos debemos equivocar; esta posición política que nos puede parecer estrambótica y heredera clara de la España cantonal, viene fraguándose desde los albores de La Transición. Primero reforzando el narcisismo colectivo de los catalanes, aprovechando la represión del franquismo a la cultura catalana y una memoria selectiva de lo ocurrido durante la II República; posteriormente creando un enemigo necesario para aglutinar a «los nuestros», que primero fueron los catalanes oprimidos por Madrid y, poco a poco, han terminado siendo sólo sus votantes. El narcisismo catalán, que no engloba a todos los catalanes pero es una de las bases sentimentales del credo de todo buen nacionalista, lo han ido fortaleciendo los dirigentes catalanes, pero también otros políticos del resto de España cuando hablan de la «gran nación española» o dicen que «saldremos de la crisis económica como siempre lo hemos hecho». Confundiendo en el primer caso el sentimiento con la realidad: España es nuestra nación, pero no deja de ser un país medio que arrastra grandes atrasos y que sigue, como hace siglos, al borde del abismo que diferencia a los países ricos, poderosos e influyentes de los menos influyentes, menos poderosos y menos ricos. En el segundo caso olvidan los orates públicos que siempre hemos salido de las crisis económicas peor que los países de nuestro entorno y más tarde.

Hasta ese momento no había un gran peligro; simplemente, una molestia para los que en el espacio público piensan más que sienten, tienen más ideas que creencias, emplean más la razón que los sentimientos; pero a fin de cuentas ese grupo en España entera es reducido. El peligro, que la mojigatería de la izquierda española y el cálculo de la derecha ocultaron con silencio y complicidad, apareció cuando el narcisismo colectivo del nacionalismo catalán pasó a crear un enemigo para aglutinar primero a los catalanes y, cuando esto se demostró imposible, sólo a los nacionalistas. Un enemigo que «nos humilla, nos roba, impide que seamos lo que en realidad somos, los mejores…; en todo caso, mejores que quienes nos han vejado durante siglos, y han vivido de nuestra laboriosidad y de nuestro buen sentido». Y esto es muy peligroso porque la creación de este enemigo, real para ellos pero imaginario para el resto de la humanidad, conlleva un conflicto entre los nacionalistas catalanes y el resto que no tiene solución racional mientras uno de los contendientes no sea derrotado.

No sabemos cuándo empezó el fortalecimiento de su narcisismo colectivo y la creación de su enemigo. Tal vez cuando Pujol, envolviéndose en la bandera catalana, logró evadir su responsabilidad –que por lo menos podríamos calificar de penalmente negligente–, de la gestión de Banca Catalana, ante el silencio cómplice de todas las autoridades del Estado. Al fin y al cabo las victorias parciales, que pueden evadir cualquier calificación moral, son la forma más eficaz y rápida de fortalecer el narcisismo de un grupo y definir a los enemigos. Posteriormente, la utilización ideológica de la educación y la presión de los medios de comunicación públicos, a los que siguieron en alegre romería los privados al encuentro de la correspondiente subvención y del confort que presta la cercanía al poder, se encargaron del resto. La confirmación de la inevitabilidad de las coordenadas nacionalistas la ofrecieron los socialistas catalanes, que cuando pudieron gobernar lo hicieron siendo más nacionalistas que los propios nacionalistas. Y de esta forma se cerró el círculo: los socialistas catalanes demostraron que era «imposible» otra política, los nacionalistas se enaltecieron, y los que no lo eran, se desanimaron. El cierre de ese círculo vicioso lo potenciaron los medios de comunicación cuando se prestaron a unificar en un único editorial todas las posiciones contra la sentencia del Constitucional sobre el último Estatuto. La cuestión no era que todos estuvieran en desacuerdo con la sentencia, podían estarlo como otros en el resto de España; el quid de la cuestión fue que todos los medios de comunicación catalanes redujeran la pluralidad de una sociedad moderna y avanzada a una empobrecedora posición única.

Con esos antecedentes no es de extrañar que los partidos nacionalistas decidan unirse ahora en una plataforma electoral única, despreciando las diferencias que dan sentido a la libertad individual y a las democracias modernas. Como también era inevitable desde hace unos años que Mas recorriera el camino hacia la independencia que ha transitado, importando menos al final la realidad que el imaginario creado durante años; importando poco el saldo final, que siempre será positivo desde su punto de vista: si ganan porque ganan y si son derrotados porque ellos quedarán registrados en el libro de los mártires nacionalistas y tendrán otra derrota para recordar.

¿Qué hacer hasta el día D? ¿Qué decir durante todo este tiempo? Una vez pasado el tiempo del acuerdo y en la seguridad que nos da el vivir en un Estado de Derecho, ¿qué podemos hacer? En primer lugar, dirigirnos a los catalanes que no comulgan con las ideas de este nacionalismo excluyente y autoritario, y que son la mayoría de la sociedad catalana, como quedó claro en la esperpéntica consulta de noviembre del 2014 convocado por la Generalitat. Decirles que tienen nuestra comprensión y apoyo para estas elecciones que no queríamos y que han sido fundamentalmente convocadas para derrotar a los catalanes que no piensan como ellos; decirles que el 27-S se ha convocado en su contra para asimilarles al pensamiento dominante, para derrotarles definitivamente, para que no quede ni una mínima resistencia a los objetivos políticos nacionalistas.

A esa declaración de ruptura de la sociedad catalana, el resto de los españoles queremos contestar con nuestro deseo de seguir siendo mejores y más capaces juntos; a esa vocación totalizadora contestamos con nuestra pluralidad y respeto a todos, también a ellos; y a esas ensoñaciones oponemos una realidad construida a través de los siglos. Pero para que esa posición sea creíble tenemos que soslayar un peligro evidente: el complejo de culpabilidad, el convencimiento de ser, en parte o totalmente, los responsables de este desaguisado. La Historia demuestra que son los nacionalistas los que han creado un enemigo tan eficaz para ellos como imaginario; que son ellos, con su propensión a trasladar la responsabilidad de lo que no saben hacer o hacen mal al resto, los únicos responsables de lo que suceda. Después del 27-S tendremos tiempo, si su derrota nos da una oportunidad, de buscar acuerdos razonables que satisfagan a la mayoría. Para ello contamos con nuestra diversidad, con nuestro respeto a las minorías, con nuestra seguridad en que la pluralidad es enriquecedora, con la tolerancia con quienes piensan de forma diferente y contamos con la razón para solucionar los problemas. Es un programa político suficiente para ir a unas elecciones que han convocado justamente para derrotar la pluralidad, la libertad individual y sustituir la razón por los sentimientos en el espacio público.

Nicolás Redondo Terreros es presidente de la Fundación para la Libertad y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.

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