Cataluña y el país del ideal

Tanto habla Artur Mas del país del que quiere separarse que apenas sabemos nada del que quiere construir: qué sistema judicial vigilaría a sus políticos, teniendo en cuenta que sería creado por una casta que ha institucionalizado la corrupción; qué medios de comunicación garantizarían la pluralidad, si ha convertido TV3 en un órgano de propaganda que sería la envidia de dictaduras bananeras; qué voluntad tendría de gobernar para todos, si desde hace años margina en la cultura o la universidad a quienes disienten; y cuál sería la calidad de su Estado de Derecho, si ha demostrado su disposición a seguir sólo aquellas leyes que le convienen.

En el país del ideal que propone Mas, "nuevo, mejor y más justo", qué importancia tendría la legitimidad democrática si su líder asegura estar dispuesto a declarar la independencia aunque su lista soberanista no alcance el 50% de los votos; qué garantías habría de que la Historia no sería manipulada cuando conviniese, si se ha hecho sin disimulo hasta ahora; qué sentido de la responsabilidad hacia las nuevas generaciones, cuando la educación ha sido puesta al servicio del adoctrinamiento nacionalista.

Cataluña y el país del idealNo parece arriesgado prever que en ese país habría subvenciones de sobra para quienes se alineen con el pensamiento único y una larga travesía en el desierto para cualquiera con espíritu crítico; que se crearían fantasías adicionales con las que seguir justificando gestiones incompetentes y corruptelas; que se mantendría la capacidad de manipulación de una clase dirigente que no ha tenido el coraje de enfrentar a su potencial electorado ante las verdaderas consecuencias de su desafío, empezando por su salida de la Unión Europea o el coste económico de su aventura.

En el país del ideal de Mas, si atendemos a la Historia reciente, el empresariado viviría intimidado e incapaz de articular un mensaje propio por miedo a represalias; el chantaje del 3% seguiría financiando un sistema político putrefacto; y unos catalanes lo serían más que otros, con personas tan poco sospechosas de anticatalanismo como Josep Borrell entre los relegados a segunda categoría. "Usted no es catalán, usted ha nacido en Cataluña", le dijo en una ocasión Jordi Pujol al ex ministro, según nos contaba en una entrevista que publicamos el viernes. Porque al parecer, en esa Cataluña independiente, construida alrededor del resentimiento y la exclusión, los carnés de catalanidad y las lecciones de moralidad serían repartidas por quienes tienen cuentas en Suiza.

Mas promete la independencia y a cambio sólo pide a los catalanes que sacrifiquen la tolerancia que siempre ha sido parte de su identidad, que den la espalda a su historia y asuman la falacia de que no pueden convivir dentro de España. Tiene razón Borrell, aunque no pueda exponerla en TV3, cuando dice que los independentistas cuentan con la ventaja de tener un himno al que vitorear y otro al que pitar. Mas ha rodeado su quimera del romanticismo de las luchas de los pueblos oprimidos, creando un ambiente en el que negar las fantasías independentistas es una traición a los tuyos. Y, sin embargo, basta quitarles el disfraz de héroes de la patria a muchos de los promotores de la secesión para que se revelen tal como los describía ayer Enric González: "Corruptos que se han envuelto en la bandera catalana".

Sólo en un ambiente en el que la realidad ha sido aplastada por las emociones pueden los mismos líderes que han establecido la mordida permanente del 3% ponerse al frente de los que gritan que España les roba. Sólo en un lugar donde la narrativa nacionalista ha monopolizado el mensaje pueden dirigentes que acallan voces discordantes presentarse como víctimas de la falta de libertad, cuando disfrutan de tanta que pueden saltarse las leyes sin consecuencias. Sólo bajo el encantamiento de una gran mentira, al servicio de la cual se ha puesto el dinero público de todos los catalanes, podría un proyecto que promete una Cataluña más aislada, dividida y sometida a las ambiciones personales de unos pocos ser el país ideal.

David Jiménez, director de El Mundo.

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