Cataluña y España

Quizás el reflejo más doloroso de la última Diada para un espectador español, ha sido la sensación de que una parte significativa de la población catalana no se siente querida y valorada en su contribución a la vida española por el conjunto del país. El que no haya un fundamento objetivo para esta percepción, no nos libra al conjunto de los españoles de reflexionar sobre la existencia de la misma. Porque sin duda algo habremos hecho mal, en algo nos habremos equivocado, para que este sentimiento de preterición, de “fatiga”, tenga tanto espacio en la sociedad catalana.

Es cierto que una larga tradición dentro del nacionalismo catalán no ha ahorrado la crítica cruel, despiadada en ocasiones, contra el resto de España. Y es inevitable que ello haya producido en ocasiones una respuesta a la altura de la denuncia. Con todo, en esta dialéctica de enfrentamientos, pienso que siempre ha dominado entre los defensores de la España unida el sentido de la responsabilidad. Los bereberes y semitas, el conglomerado de militares, burócratas, místicos e hidalgos, hasta el pueblo de cabreros, dibujados por la copla del nacionalismo catalán, han tendido a reaccionar con cuidado, acentuando los rasgos integradores sobre la contestación a la altura de la beligerancia catalanista.

Algo habremos hecho mal, sin embargo, cuando no hemos conseguido que la respuesta integradora haya encontrado eco en un sector de la sociedad catalana. El dato es que ese sector no se ha sentido apreciado y valorado en su contribución al conjunto de la vida española. Son tres las grandes contribuciones que Cataluña ha hecho a la vida de la España contemporánea.

La primera, su ayuda al proceso de modernización del país en su conjunto. El empresariado catalán ha sido un importante agente de ese proceso de modernización económica. Los españoles no podemos olvidar que su más humilde representante, el viajante catalán, fue durante décadas un propagador de esa modernización a lo largo y ancho de España.

La segunda ha sido la acogida a lo largo de estos dos últimos siglos de población emigrante del resto de España. Los andaluces, aragoneses, murcianos y castellanos nunca podrán olvidar que Cataluña ha sido tierra de integración de miles de españoles que luchaban por una vida mejor.

La tercera sería el esfuerzo de solidaridad de la sociedad catalana con el resto de España del que todavía somos testigos.

En complemento a estas tres contribuciones, los españoles somos conscientes de la aportación de la cultura catalana al proceso de europeización de la vida española a lo largo del siglo XX, una aportación que se remonta a tiempos medievales y que tampoco se ha visto interrumpida hasta hoy.

Cuando se tiene clara conciencia de estos hechos, como la tienen la inmensa mayoría de los españoles, el nacionalismo catalán tendrá que entender que no podemos asistir indiferentes al levantamiento de un muro de incomprensión y hasta de hostilidad entre Cataluña y el resto de España.

También el resto de los españoles quisiéramos ver reconocida nuestra contribución a la prosperidad de Cataluña. Si buen número de españoles no estamos dispuestos a considerar la hipótesis de la secesión, en absoluto es por razones de orden económico. Probablemente, la vida económica de España podría recuperarse con relativa facilidad de la separación de Cataluña. Lo que no podríamos interiorizar tan fácilmente es la conciencia de un fracaso histórico de la nación y el Estado españoles que supondría la ruptura. Y lo que no podríamos superar nunca, ni los unos ni los otros, es la crisis psicológica que habría de suponer la ruptura de España para una sociedad que lleva cinco siglos de vida en común.

La tentación independentista de Cataluña no puede ser la respuesta a una crisis económica o a un estado de opinión surgido de desencuentros habituales en la vida de un Estado. Hay que confiar en que nuestros políticos sepan acertar en el camino de diálogo capaz de superar estos problemas.

En todo caso, la voluntad de los catalanes de ayer, de hoy y de mañana no puede verse condicionada por el fracaso ocasional de unos expedientes liberal-democráticos en el tratamiento de un contencioso que no puede ser resuelto por el trauma de la separación. Una separación que resultaría el exponente más claro del fracaso de una sociedad democrática en la garantía de la libertad, la igualdad y el pluralismo político.

Andrés de Blas Guerrero es catedrático de Teoría del Estado en la UNED.

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