Cataluña y Gil de Biedma

Hace algunos (muchos) años discutía con un amigo sobre la poesía de Gil de Biedma. Mi amigo mantenía que su mejor poema era De vita beata (“En un viejo país ineficiente/algo así como España entre dos guerras civiles…”); yo, por el contrario, defendía que Contra Jaime Gil de Biedma era su mejor creación (“De qué sirve, quisiera yo saber, cambiar de piso,/dejar atrás un sótano más negro/que mi reputación…”). El tiempo transcurrido nos ha hecho menos categóricos y ya no necesitamos establecer ninguna comparación para confirmar que nos encontramos ante un poeta extraordinario, imprescindible.

Y un poeta que, a cuenta del conflicto catalán, vuelve a ser recordado por lo apropiado de algunos de sus versos para describir los sentimientos que nos provocan los hechos que estamos viviendo. “De todas las historias de la Historia/la más triste sin duda es la de España/porque termina mal…”. O, también, el artículo de Juan Marsé, “Otoño del 50, verano del 66”, publicado en el diario EL PAÍS, en la que evoca Noche triste de octubre.

“A nosotros, Sres. Diputados, nos ha tocado vivir y gobernar en una época en que Cataluña no está en silencio, sino descontenta, impaciente y discorde”, decía Manuel Azaña en el debate de totalidad del Estatuto de 1932. Parece que a nosotros nos ha tocado gestionar algo muy parecido, aunque en un contexto diferente en el que la “conllevancia armónica”, de la que hablaba Ortega, ha sido posible durante 30 años. Tiempo en el que hemos sido capaces de dotarnos, a partir de la Constitución del 78, de un modelo de descentralización política impensable, no ya para los legisladores del 31, sino para los legisladores del 78.

Frente a las dos soluciones extremas: la separación o la imposición, que algunos planteaban, Azaña proponía superar el problema mediante la creación de un nuevo Estado. Para encauzar democráticamente el nuevo descontento y la nueva impaciencia y discordancia que se plantea desde algunas instancias de Cataluña, y siempre desde el respeto a los procedimientos establecidos en nuestra Constitución y Estatutos de Autonomía, nosotros no tenemos que crear un nuevo Estado, basta con reformarlo en la línea de lo que planteó Alfredo Pérez Rubalcaba (Ganar a los independentistas, EL PAÍS, 4-10-17). Pero se necesita no olvidar que hay que partir de una realidad insoslayable, diferente a la de 1978: el acceso al autogobierno de otras comunidades, que han ejercido su autonomía con respeto al marco legal establecido y en las que ha arraigado un importante aprecio por sus instituciones, son actores políticos fundamentales en el diseño del futuro federal de nuestro Estado. Actores políticos nuevos que además de aportar una enriquecedora experiencia en la gestión de servicios públicos fundamentales y de la diversidad, traen consigo un mandato irrenunciable: la defensa y el respeto de la igualdad de todos los ciudadanos.

Fernández Almagro, sobre el debate estatutario de 1932, desaconsejaba un exceso de patriotismo español para enfrentarse al nacionalismo catalán. Recomendaba que “la solución del problema catalán está en la técnica del derecho político: una nueva distribución espacial, como diría Kelsen, de los órganos y competencias del poder. No en la canonización de un sentimiento”. Muy importante esto último, no canonicemos los sentimientos porque entonces entramos en el territorio en el que mejor se mueven los nacionalismos y los populismos.

Leer los debates parlamentarios sobre el Estatuto de Cataluña de 1932, repasar las palabras de Ortega, Azaña, Campalans, Jiménez de Asúa, Unamuno, Vallescà y tantos otros; y levantar la vista para ver la televisión, escuchar la radio y leer los periódicos me lleva, de nuevo, a Gil de Biedma. A esos versos de Happy ending: “…Que aunque el gusto nunca más/ vuelve a ser el mismo,/ en la vida los olvidos/ no suelen durar”.

Espero y deseo que más de ochenta años después no olvidemos y que, sobre todo, no comprendamos demasiado tarde que la vida iba en serio, que la vida siempre va en serio.

Máximo Díaz Cano del Rey es secretario general de la presidencia de la Junta de Andalucía.

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