Cataluña y la agitación de las langostas

"Solo hay que hacerles cosquillas a las panterillas para convertirlas en monstruos". En mi seminario de la Universidad de Notre Dame no solemos comentar el comportamiento de las langostas del desierto, ya que el tema de la clase son los documentos indígenas mesoamericanos de la época colonial y nuestro propósito es intentar comprender por qué tantas comunidades nativas colaboraban libremente con la Monarquía española. Como reza textualmente una petición, dirigida a Felipe II, de parte de los nahua de Huexotzinco, en Nueva España, en 1560, "Dios, en su misericordia, nos iluminó para que aceptáramos a Vuestra Majestad como nuestro rey (...) y nadie nos intimidó ni nos esforzó, sino que Dios quiso que mereciéramos presentarnos voluntariamente ante V. M.". "Pero no pudo ser así", expresa Nicolás, un estudiante de ascendencia indígena norteamericana. "¿Lo que ocurrió no fue que los españoles masacraron y torturaron a miles de indígenas?". Con esa pregunta se inició nuestro debate sobre los motivos de comportamientos irracionales, inusitados y a menudo violentos que surgen de situaciones provocadoras. "Junto a las influencias culturales y las circunstancias concretas del momento histórico" -respondí- "hay que pensar en las condiciones biológicas y en los procesos químicos que afectan el cerebro cuando nos encontramos involucrados en movimientos masivos, con las emociones suscitadas a niveles anormales. No somos la única especie que se transforma en agentes destructoras que, individualmente, sería inconcebible que fuéramos". De allí pasamos a lo de las langostas.

Cataluña y la agitación de las langostasPor regla general, son bichitos amables, placenteros, complacientes, que se dedican a comer la poca verdura que encuentran en sus entornos áridos, sin molestar a nadie. "Pero de vez en cuando" -prosiguió mi alocución en el aula- "si se congrega un número relativamente elevado de langostas, digamos que cuando se unen unas 30 de ellas, se hace activo ese nervio en la pierna que suelta una cantidad sicotrópica de serotonina por los cerebros de los ortópteros. Hasta cambian de forma y de color. Los músculos de las patas se vuelven enormes. Las cabezas se hinchan. El tono marrón del cuerpo se torna negro y amarillo. Y se ponen en marcha campo a través, atrayendo a otras langostas, destruyendo todo que se les pone por delante, convirtiéndose en una masa depredadora e irresistible y terminando comiéndose unas a otras".

Termino el discurso sobre las langostas. Hay un momento de silencio reflexivo en la aula. "¿Y quién hace cosquillas a las panterillas de los catalanes y demás españoles?", pregunta Cristina, una especialista en Ciencias Políticas que se apuntó a mi clase por capricho.

Tengo la sospecha de que en Estados Unidos, como en el resto del mundo, se ha abandonado todo intento por comprender la crisis catalana. Desde aquí, España parece un desierto lleno de langostas enloquecidas por un exceso de serotonina. No es que escasee la irracionalidad en EEUU: la de quienes votaron a Donald Trump; la locura de los manifestantes que quieren derribar monumentos de muertos de una guerra civil que terminó hace casi siglo y medio; la insensatez de legisladores que no consienten que se conceda la ciudadanía, por ser hijos de inmigrantes, a personas cabales que han pasado casi toda la vida en el país; la indiferencia de las instituciones ante casos de desigualdad tan extremos como el de Equifax, una compañía que sigue sacando cientos de millones de ganancias a pesar de haber fracasado en sus compromisos más básicos con el público... Pero al lado de la locura en España todo esto parece obedecer por lo menos a una lógica de intereses particulares, mientras que el gran misterio del órdago español es que casi todos están actuando en contra de su propio bien. He aquí las instancias más incomprensibles:

Primera, la de los políticos burgueses independentistas. A cada paso del proceso, la antigua Convergència y los partidos sucesores o afines han ido perdiendo apoyo electoral. Si Cataluña acabara siendo un territorio independiente, el PDeCAT habría perdido su razón de ser y acabaría eliminado del escenario político, tal como le sucedió a la UCD durante la Transición al verse abandonada por casi todos sus votantes. Por su propia supervivencia, más les valdría a los líderes del PDeCAT pactar con los ángeles del Estado que con los demonios de Esquerra y de la CUP.

Segunda, la del Govern en general. La teoría de que Puigdemont y los suyos siguen aferrados a esta alocada huida hacia adelante para mantenerse en el poder por temor a las persecuciones judiciales por corrupción y otros delitos si pierden sus actuales privilegios, es atractiva. Pero lo más seguro es que, tarde o temprano, quedarán sin amparo. Lo más conveniente para ellos sería mantener la tensión, al estilo Pujol, sin llegar a provocar una crisis incontrolable para prolongar su okupación del Palau de la Generalitat.

Tercera, la de los votantes independentistas. Entiendo la frustración que sienten millones de catalanes ante la falta de progreso sobre el problema planteado. Yo siempre he mantenido la tesis de que el bien común exige reformas constitucionales para respetar las discrepancias y encontrar un mejor acomodo de todas las minorías. Pero no se mejora la Constitución española optando por un futuro económicamente insostenible y apoyando a Esquerra, la CUP y la facción que queda alrededor de Puigdemont y Forcadell, quienes han dejado clara su falta de fiabilidad. Los que hoy son capaces de violar las leyes de España lo harían igual con las de una Cataluña independiente.

Cuarta, la del Gobierno de España. Encargar a los agentes de las Fuerzas de Seguridad -Policía y Guardia Civil- desplazados a Cataluña en vísperas del pseudo referéndum una tarea imposible carecía de todo sentido. Estaba claro que agentes desarraigados y aislados enfrentados a un populacho agresivo iba a tener unas consecuencias que proyectarían una imagen poco apetecible de España a través de los medios de todo el mundo.

Hubiera sido más sensato permitir que tuviera lugar la consulta ilegal, sometiéndola a un escrutinio pormenorizado por parte de observadores calificados y objetivos para demostrar que no existe en Cataluña una mayoría a favor de la independencia. En cambio, la estrategia del Gobierno ha dado una victoria propagandística a Puigdemont. Siento decirlo, porque admiro mucho el liderazgo de PP, y creo que dentro de lo que cabe ha cumplido con sus responsabilidades.

Quinta, la del PSOE. El gran problema del partido, y el motivo de sus sucesivos fracasos electorales, es que no tiene una política coherente. Se deshizo del programa de la izquierda, que está en manos de los populistas. No quiso apoderarse del centro, que se divide entre los populares y Ciudadanos. No representa exclusivamente a la democracia social que ya es más o menos propiedad común, ni se siente capaz de abordar el capitalismo. Apuesta retóricamente por la unidad nacional, pero sigue insistiendo en negociar con el separatismo aunque está más claro que nunca que los cómplices del 1-O no tienen interés en tal cosa. Como siempre, no sabemos a qué intereses sirve el PSOE ni qué defiende.

Entre todas las bandas irracionales de langostas desérticas lanzadas en sus carreras autodestructoras, los únicos que están a salvo son los listos: los de Esquerra y los de la CUP. Son partidos revolucionarios a los que no les interesa construir economías fuertes, ni estados estables, ni paz social, ni convivencia con sus opositores, sino socavar las instituciones, deshacerse del Derecho, provocar violencia, quemar la Constitución, destruir España y fomentar la lucha de clases. Se han apoderado del Govern y sometido a Puigdemont y a los señoritos de la arruinada Convergència. Con la crisis actual, solo ganan ellos. Si fracasa su movimiento serán lo que más les conviene: una minoría que se proclama víctima de represión y héroe de la resistencia. Si se agarran de la soberanía de Cataluña, podrán disfrutar arruinando un país entero. Ya sabemos quiénes están haciendo cosquillas a las panterillas de los catalanes.

Felipe Fernández-Armesto es historiador y ocupa desde 2005 la cátedra Príncipe de Asturias de la Tufts University en Boston (Massachusetts, EEUU).

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