Cataluña y “la cárcel de los pueblos”

Ni Cataluña ni el resto de España han hecho nada especial que pudieran haber corregido o que hubieran podido evitar y que, al hacerlo, hubiera cambiado sustancialmente la situación de deterioro en que se encuentran las relaciones entre las dos partes. Simplemente están inmersas en un proceso tan viejo como el mundo; un proceso que hace que las regiones ricas intenten desembarazarse de las menos afortunadas económicamente para no tener que soportar una carga económica real o figurada. De ahí que no sea fácil encontrar soluciones o medidas que hagan reversible una situación de deterioro que se ha acelerado, ¡oh casualidad!, a raíz de la crisis.

Esta es una ley universal que hemos visto actuar en países ricos y pobres, desarrollados y no; que provocó una guerra civil en la República del Congo cuando Katanga, rica en minerales, intentó una secesión fallida; que en Alemania hace crecer la desafección por el resto de Europa, ¡oh sorpresa!, al iniciarse los problemas en Grecia; y que en Reino Unido se manifiesta cuando Escocia no quiere compartir el petróleo del Mar del Norte, o cuando el propio Reino Unido coquetea con la idea de abandonar la Unión Europea (UE) tras intentarlo en la crisis económica de 1975, o cercena la libertad de movimiento de personas.

Cataluña y la cárcel de los pueblosEsa ley es la que ahora lleva a una parte de los catalanes a querer separarse del resto de España. Y, por tratarse de una ley universal, es difícil sustraerse a su brote virulento hasta que la crisis pase. Nada nuevo. Todos sometidos a la misma ley de incremento de las tensiones territoriales cuando la crisis económica arrecia. Nada que pueda hacerse para aminorar esas tensiones mientras la crisis no haya pasado. Y nada que pueda hacerse para que desaparezcan definitivamente mientras el resto de España no tenga per se la misma renta per capita que Cataluña.

De ahí que, ante lo imparable de las leyes generales económico-políticas que rigen el comportamiento colectivo, poco o nada valen esos reproches que: a) desde el PP, acusan al PSOE de Zapatero de haber excitado la pasión nacionalista catalana con la promesa de firmar el texto del Estatuto de Autonomía que se le enviara desde Barcelona; o, b) desde el PSOE acusan al PP de haber excitado el nacionalismo catalán con su campaña en contra del Estatut.

Entonces, ¿qué hacer?

Solo hay un buen argumento para defender la idea de que Cataluña siga formando parte de España. Es a lo más que puede aspirarse desde Madrid (aparte, claro está, de intentar no fomentar el mal ambiente ya existente entre ambas partes) o desde la Cataluña no independentista. Y es este: que cuando los países se desestabilizan, tardan mucho en conseguir estabilizarse de nuevo.

Aunque sean casos extremos y, por tanto, de utilidad muy limitada, pueden citarse los países que se desestabilizaron con la primavera árabe, sin saber que entraban en un invierno-infierno.

Más cerca de nosotros está la eventual salida de Grecia de la eurozona: su sola mención hizo que los mercados de deuda pública se desestabilizaran por casi tres años. Si Grecia sigue aún en la zona euro es por el temor de todos a quitar una pieza que podría hacer caer al conjunto. Esa es también la razón por la que Reino Unido sigue en la UE; o por la que Alemania no se aparta de sus socios de la periferia.

Tampoco es fácil saber cómo terminaría una separación de Cataluña del resto de España. Ni siquiera descartando los supuestos más extremos de guerra civil o desmembramiento de la propia Cataluña (con provincias como Tarragona o zonas como el Valle de Arán desgajadas de la nueva nación). De hecho, una separación de Cataluña podría ser extremadamente dañina para la UE.

Y es que, hasta ahora, solo se ha discutido si Cataluña saldría o no del euro o de la propia UE. O si, quedándose fuera de ambos, podría reintegrarse después. Pero asombrosamente no se ha tomado en consideración que una salida de Cataluña de la zona euro (aunque usase el euro como moneda, como Ecuador usa el dólar al carecer de moneda propia, con el consiguiente traslado de la sede de Banco Sabadell y La Caixa a Madrid para poder seguir teniendo como prestamista de última instancia al BCE) implicaría probablemente también la salida de España del euro, con lo que se desencadenarían todos los demonios que se han estado exorcizando desde enero de 2010: el efecto dominó de una quiebra de toda la zona euro, incluida Alemania, arrastrada por el compromiso del Bundesbank con el resto de socios europeos a través de TARGET2, el sistema de pagos en el seno del eurosistema.

La cuestión catalana tiene un alcance europeo que va, por tanto, mucho más allá de las ansias democráticas de muchos catalanes o de las unitaristas de otros muchos catalanes y resto de españoles. Como tuvo alcance europeo el que Cataluña se aliara hace 300 años con la Casa de Austria y el resto de España con los Borbones. Y es que, en esencia, las cosas han cambiado muy poco. No porque la Cataluña de hoy quiera un pretendiente al trono de la casa de Habsburgo (ni que el resto prefiera a un Borbón), sino porque la democracia no es un tótem sino una herramienta para la convivencia que echa raíces en el fundamento de la prosperidad: las relaciones comerciales y financieras. Y cuando la convivencia y la prosperidad pueden verse amenazadas tanto en la Península Ibérica como en el resto de Europa, habrá que templar ánimos y ardores, sentarse a negociar salidas que las armonicen de nuevo y no someter a las instituciones europeas en un momento de extrema debilidad a nuevas tensiones y a nuevas pruebas de fuego.

Hace 150 años Friedrich Engels escribía sobre “el dilema de los pueblos sin historia” refiriéndose a los serbios y otros pueblos eslavos que no habían conseguido formar un Estado y que estaban atrapados en alguna “cárcel de los pueblos”. Todo aquello desembocó en la Primera Guerra Mundial y el desmembramiento del Imperio austro-húngaro.

Si Cataluña se hubiera quedado en 1714 en el dominio de los Habsburgo (y todo lo demás hubiera sido igual) quizás hubiera conseguido su independencia en 1919. Sin embargo, no fue así. Y puesto que Cataluña y el resto de España se libraron de aquella hecatombe juntas, pero parte de los catalanes tienen la impresión de estar dentro de otra “cárcel de los pueblos”, conviene que ambas recuerden la inestabilidad sin fin a que a veces conduce la exacerbación de los sentimientos nacionalistas. Y como recordatorio más cercano valga mencionar la “cárcel de los pueblos” a los que en 1917 Lenin prometió el derecho de autodeterminación que nunca ejercieron: la URSS. Y cómo de su derrumbe en 1990 han quedado pendientes mil y un problemas territoriales que, tras parecer superados, vuelven con renovada violencia y se instalan de manera permanente en Ucrania, tan cercana, o en las repúblicas del Cáucaso, tan lejanas.

Ni el derecho de autodeterminación (que no niego) ni el derecho a un mejor reparto de la riqueza (que considero conveniente) ni ninguno de los otros derechos que nos asisten pueden utilizarse para amenazar la libertad, vida y haciendas de los ciudadanos ni, por una perversión que a veces se ha dado en la Historia, terminen liquidando el propio conjunto de los derechos fundamentales o la estabilidad económica sobre la que se asienta el ejercicio de todos los derechos.

Todo esto sea dicho de manera consciente y sabiendo que es puro voluntarismo de la razón frente a las leyes inexorables que hacen que una región rica quiera separarse de las más pobres, y más en tiempos de crisis en que el reparto deja insatisfecho a casi todo el mundo.

Juan Ignacio Crespo es estadístico del Estado y autor del libro Como acabar de una vez por todas con los mercados.

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