Cataluña y la izquierda

"No estoy haciendo la guerra contra Franco para que nos retoñe en Barcelona un separatismo estúpido y pueblerino”. Juan Negrín, presidente del Gobierno de la Segunda República, expresó con estas palabras, en plena Guerra Civil, un sentimiento muy extendido entre las izquierdas españolas ante lo que consideraban abierta deslealtad de la Generalitat catalana hacia la República.

El presidente Azaña se mostró también profundamente dolido con el nacionalismo catalán por las, según él, “escandalosas pruebas de insolidaridad y despego, de hostilidad de chantajismo que la política catalana de estos meses ha dado frente a la República”. Así lo afirma en mayo de 1937 en una anotación en su diario en la que se lamenta del “despotismo personal, ejercido nominalmente por Companys, y en realidad por grupos irresponsables que se sirven de él”.

Esa autonomía “secuestrada” por los titulares del poder autonómico no era razón, a su juicio, “para inhibirse, sino todo lo contrario”: “El Gobierno debe restablecer en Cataluña su autoridad en todo lo que le compete”, y hacerlo “sin perder día ni hora”, porque el sistema autonómico había sido destruido desde dentro por el nacionalismo, que aprovechando ese vacío había implantado “una dictadura mediante la absorción de los poderes atribuidos a la democracia y la usurpación de otros que no le corresponden”.

Cataluña y la izquierdaUnos meses después, en una tensa conversación con Carles Pi i Sunyer, conseller de Cultura de la Generalitat, Azaña insistió en su idea de que el Gobierno presidido por Companys se había colocado fuera de la legalidad republicana. “Las extralimitaciones y abusos de la Generalidad”, le dijo, “son de tal índole que no caben ni en el federalismo más amplio”. Ponía como ejemplo la creación de “delegaciones de la Generalidad en el extranjero”, el empeño constante en diferenciar a Cataluña del resto de España y una actitud victimista inspirada en “ese sentimiento deprimente de pueblo incomprendido y vejado que ostentan algunos de ustedes”.

Es comprensible la amargura personal de quien tanto había luchado por la aprobación del Estatuto de Autonomía de Cataluña, que iba a poner fin, a su juicio, a un viejo pleito histórico. Así se desprende de las palabras que pronunció desde el balcón del palacio de la Generalitat el 25 de septiembre de 1932, y en particular de una afirmación suya que provocó el delirio de la multitud allí congregada: “¡Ya no hay reyes que te declaren la guerra, Cataluña!”. El problema se reducía al parecer a un conflicto con la Monarquía, y por tanto desaparecería con ella en cuanto la joven República restableciera la natural convivencia entre los pueblos de España.

Quedaban atrás momentos de alta tensión en que se había rozado la ruptura entre la coalición republicano-socialista gobernante en Madrid y Esquerra Republicana, mayoritaria en Cataluña. “Autonomía, sí; soberanía compartida, no”, advirtió el republicano Sánchez Román.

Indalecio Prieto llegó a afirmar que la actitud de ERC desde la proclamación de la República constituía “un acto de deslealtad” como no había conocido en toda su vida política. Tras la aprobación del Estatuto, el problema catalán parecía, sin embargo, felizmente resuelto para siempre.

Perdida la guerra y con ella la autonomía de Cataluña, la izquierda española y el nacionalismo catalán intentaron mejorar sus maltrechas relaciones. En 1944, en un momento crucial para las esperanzas de restauración de la democracia en España, el socialista Luis Araquistáin, exiliado en Londres, participó en una alianza impulsada por el nacionalismo vasco y catalán que aspiraba a crear una “Comunidad Ibérica de Naciones”.

Araquistáin no tardó en desmarcarse de aquel plan, en vista de las reticencias de sus interlocutores nacionalistas a aceptar dos principios que le parecían innegociables: que el régimen que debía proclamarse tras la caída de las dictaduras peninsulares reconocería dos únicas naciones —España y Portugal— y que el arreglo del pleito territorial español tomaría como marco irrenunciable la Constitución republicana de 1931, que podría ser reformada pero nunca ignorada o derogada.

Su defensa de la nación española y de la legalidad constitucional sorprendió al peneuvista Manuel de Irujo, que le recordó su actitud receptiva cuando en 1917, en plena crisis de la Monarquía alfonsina, era director de la revista España y dio amplia cabida en ella a los postulados nacionalistas. El propio Araquistáin le explicó en una carta las razones de su cambio de postura.

En aquella época, su objetivo como socialista era acabar con la Monarquía y con el régimen del 76, entonces vigente. Esa causa suprema justificaba todo tipo de alianzas, también con los nacionalismos, con tal de sumar fuerzas contra el enemigo común. Casi treinta años después, escarmentado por experiencias recientes, quería dejar bien claro que esta vez la lucha contra el franquismo iba a tener como límite infranqueable la unidad nacional y la Constitución del 31.

Estos últimos días ha sorprendido el llamamiento de Pablo Iglesias a formar una plataforma de cargos electos dispuestos a acudir en ayuda del independentismo catalán y formar así una gran coalición antisistema. Su propuesta se presta a múltiples interpretaciones desde la historia comparada, sobre todo este año, en el que se cumple el centenario de la Asamblea de Parlamentarios que pretendió acabar con la Monarquía canovista. A la crisis española de 1917 se refería Araquistáin en su respuesta a Manuel de Irujo, y de su testimonio se desprende una enseñanza histórica que tal vez sea hoy de alguna utilidad: que los nacionalismos tienen muy poco en común con la izquierda y que pueden llegar a ser muy malos compañeros de viaje.

Convendría que la izquierda actual leyera más a los suyos y aprendiera de los desengaños de sus líderes históricos; Indalecio Prieto, por ejemplo, tan buen conocedor del nacionalismo vasco, cuya pulsión independentista estaba, según él, condenada al fracaso. “El separatismo sería el suicidio por asfixia, y los pueblos no se suicidan”.

Puede que Prieto, tantas veces tachado de pesimista, pecara aquí de un optimismo excesivo. Aquel 48% del pueblo alemán que en marzo de 1933 se echó en brazos del nazismo invocando su derecho a decidir frente a Versalles y la Sociedad de Naciones cometió un suicidio histórico de consecuencias irreparables. La izquierda más proclive al independentismo debe pensarse seriamente si por darse el gusto de acabar con el “régimen del 78” está dispuesta a ser cómplice de un suicidio asistido.

Juan Francisco Fuentes es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *