Cataluña y la ley de la gravedad

Dejé mis recuerdos políticos en un libro escrito a mano y publicado en 2013, Lo mínimo que se puede decir. Pensaba entonces que ya lo había dicho todo. Después han pasado cosas que me obligan a añadir algunas posdatas. Sobre todo, sobre dos cuestiones. Por un lado, la confesión de Jordi Pujol, en verano de 2014. Por el otro, los acontecimientos relacionados con el denominado “proceso”.

Sobre el primer asunto, no me extenderé. La declaración pública de mi adversario en tres combates electorales, en condiciones perfectamente desiguales, me disgustó: ahora rectificaría algunos aspectos de mi libro sobre la valoración del personaje, no porque estuviera in albis en cuanto a mi antagonista (“un farsante genial”, decía el presidente Tarradellas), sino por toda la gente que se ha sentido engañada.

Esto me lleva al otro asunto, mucho más importante y urgente: el desenlace del “proceso”. También aquí hay gente que engaña y gente engañada. En la Europa occidental, y por un porvenir prolongado, prometer la independencia es engañar; y prometer una independencia no ya low cost, sino casi inmediata y gratuita, es un engaño monumental. La cuestión no es declarar la independencia, sino que te la declaren, que la reconozcan. Ni Maduro ni Putin estarían dispuestos a ello; imaginen la UE y el resto de la comunidad internacional.

En Cataluña el horizonte colectivo viable no es “la independencia” sino “más y mejor autogobierno” o, dicho de otro modo, “menos dependencia”. Es decir: una vía legal, ampliamente mayoritaria y negociada de manera inteligente, para tener más y mejor capacidad de gobernarnos y de mejorar colectivamente. En estos últimos años se han producido exactamente los resultados contrarios.

Haciendo bien las cosas, Cataluña puede volar alto. Tenía razón el sastre de Ulm, que se estampó lanzándose desde el campanario de la catedral, agitando unas alas de madera; y no la tenía el obispo que, en el poema de Brecht, hace repicar las campanas y proclama con pomposa suficiencia: “El hombre no es un pájaro. ¡Un hombre nunca volará!”. Con el tiempo, el hombre ha volado y de momento ha llegado a la luna.

Pero están engañados o engañan los que dicen que para volar basta con lanzarse por el balcón al grito de “¡Muera la ley de la gravedad!”. Pueden decir que mi crítica es un delito de lesa patria. No me da ni frío ni calor: incluso cuando he callado he recibido por todos los lados. Por lo tanto, reincido: contra la ley de la gravedad se puede volar alto, pero no a base de proclamas o aventuras. Las emociones, por más intensas y justificadas que sean, no sirven para obtener cualquier cosa.

La política puede ser servidora de los sentimientos, pero no es admisible servirse de los sentimientos y excitarlos al límite para engañarse o engañar. Podemos admirar el sastre de Ulm porque el precio de su gesto precursor lo pagó él, no los otros.

Nuestra vida democrática, de opiniones y sentimientos plurales, se está deteriorando en una batalla de indignaciones identitarias que puede crear una atmósfera irrespirable y liquidar la deliberación sobre cualquier otro asunto público durante muchos años. De manera perfectamente deliberada, tanto la derecha española como el “procesismo” lo han alimentado: los dos discursos confrontados aportaban peix al cove, en términos electorales, a los unos y a los otros, y servían –no lo olvidemos nunca– para tapar la corrupción en España y en Cataluña. Unos montando mesas petitorias, recogidas de firmas y campañas contra el Estatut, al grito de “España se rompe”… Otros, prometiéndonos el paraíso o lanzando truculentos mensajes existenciales (el “rendirse y aceptar la asfixia de Cataluña, u optar por la independencia” de Jordi Pujol; el “si nos quedamos donde estamos, moriremos” de Francesc Homs; y así durante años).

Todo esto ha dado muchos votos. Votos crédulos, de una buena fe admirable. Pero ha disparado la intensidad emocional al límite, y la situación se ha escapado de las manos de unos y otros, generando una crisis mayúscula, peligrosa, de difícil solución. Quizás es por eso que, prisioneros de la situación que han generado, unos y otros endurecen posiciones, a base de testosterona, como si no hubiera otra salida que no fuera la del fatalismo de una dinámica destructiva.

La política me ha enseñado algunas cosas. Además del hecho que tendemos a equivocarnos en grupo y a rectificar individualmente, la principal es que en política hay que fijarse, más que en las intenciones y las proclamas, en los objetivos que se logran y los efectos que se producen (y esto incluye, muy particularmente, los efectos sobre los afectos). No defiendo el peix al cove, una filosofía cínica que no comparto; digo que son los resultados obtenidos, y no los sentimientos y las intenciones que se proclaman, aquello que permite juzgar y hacer el balance de unas políticas. Las que hoy dominan son fatales de necesidad y pueden llevar a un desenlace humillante, tanto en Cataluña como en España.

No hay tarea colectiva más urgente que superar estas políticas, y para conseguirlo hay que volver a encontrar, en el pluralismo y el respeto, nuevos consensos mayoritarios en una opinión pública perturbada y fragmentada. “Cataluña dividida no puede triunfar”, decía Nicolau d’Olwer. Solo con quienes quisieron votar el 1-O y quienes no quisieron hacerlo se podrán construir en Cataluña nuevas mayorías que permitan salir del callejón sin salida.

¿Equidistancia? Quizás sí. Pero no acomodaticia, sino de combate: contra la coagulación de las divisiones actuales y contra los insensatos que nos pueden llevar al precipicio agitando una bandera o la otra, si no reaccionamos a tiempo.

Raimon Obiols fue primer secretario del PSC.

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