Cataluña y la pasión por la causa

Decía Ranke, creo recordar, que el objeto de la investigación histórica es llegar a conocer los hechos tal como fueron. Ya sabemos que eso es, en su literalidad, imposible: pero el trabajo del historiador consiste en acercarse el máximo y además colocar los hechos en un contexto que permita entender lo que realmente pasó.

El artículo de Gabriel Tortella sobre el nacionalismo catalán de octubre de 2013 ha tenido una algo airada respuesta de Joaquim Albareda y Borja de Riquer en la que los segundos en algunos asuntos dicen cosas razonables, pero en general es difícil que convenzan a nadie que no sea nacionalista. El interés del artículo de Tortella está en que refleja un estado de opinión muy difundido que quienes le responden creo que no han sabido captar.

Tortella argumenta que el nacionalismo catalán ha crecido como resultado de un plan de adoctrinamiento de la Generalitat, y que en ese plan la interpretación sesgada de la historia de Cataluña ha tenido un papel importante. Creo que tiene toda la razón, pero no entraré a polemizar sobre la primera parte, ese plan cuya obviedad es indiscutible, para centrarme en la segunda parte, la interpretación sesgada de la historia por los historiadores nacionalistas. Y lo hago con propósito cívico, en la convicción, tan ingenua como importante: si los historiadores no son capaces de discutir entre sí sobre el pasado con argumentos no pueden exigir a la clase política que lo haga, como sucede.

La historiografía nacionalista catalana que yo alcanzo a conocer y leer adolece de algunos defectos de credibilidad, de los cuales el primero y más importante es el vaciado metodológico, que, aplicado a Cataluña, consiste en defender la idea de que los hechos del pasado catalán solo son explicables en virtud de factores que operan desde dentro de su comunidad política, y que acaban en ella misma, prescindiendo de todo lo demás. Si como sencillo ejemplo aplicamos esto a uno de los mitos nacionalistas: la derrota de 1714 y la pérdida de los fueros, encontramos que el propio Joaquim Albareda titula un reciente (e interesante) libro suyo La Guerra de Sucesión, como si realmente lo que contiene fuera la guerra, y solo eso. Todos saben, y el autor también, que fue una guerra internacional, una guerra dinástica, y una guerra civil, pero en el libro la guerra se presenta como un enfrentamiento entre Cataluña y el resto de España. Y visto así, sin más, esto simplemente no es cierto: el contexto es fundamental para entender los hechos narrados, y si se prescinde del contexto, estos no se entienden.

La aplicación, con frecuencia (pero no siempre) inconsciente, del vaciado metodológico, tiene otra consecuencia, la imposibilidad de comprender los hechos económicos. El mercado nacional se creó en el siglo XIX y para ello ya en el siglo XVIII se estuvieron creando regiones económicas, cuyo ámbito territorial no coincidía con los reinos y principados históricos, lo que origina el problema de que o se deja de hacer historia exclusivamente regional o no se puede dar cuenta cabal de todo esto.

En el siglo XVIII en Cataluña se estaba creando una región económica que se fue extendiendo por Aragón y a finales de siglo llegaba a Navarra; además las redes mercantiles de catalanes se extendieron imparables por todo el interior peninsular. Aquí, o se hace historia de España, o nada cuadra. Tortella, refiriéndose al siglo XVIII, menciona el “impresionante despegue económico del Principado (…) que lo colocó a la cabeza del resto de España en el palmarés económico (…)”, sin embargo, el nacionalismo historiográfico catalán da por sentado definitivamente que los Borbones perjudicaron a Cataluña. Pero entonces, ¿por qué les fue tan bien en lo económico? Eso se pregunta Tortella y me pregunto yo también...

La respuesta es simple: por un lado la expansión económica catalana en el siglo XVIII no puede explicarse solo teniendo en cuenta las transformaciones económicas del interior del Principado; y por otro, en realidad los catalanes resultaron privilegiados por la nueva monarquía. El rey suprimió casi totalmente las aduanas interiores (lo que permitió colocar los productos catalanes en el interior peninsular con menos costes), creó en Cataluña un impuesto directo y moderno, el catastro, que por su forma de recaudación resultó en una baja presión fiscal, menor que en el resto de España, que además disminuyó con el tiempo, y que encima, por el fraude, fue menor aún en las áreas y sectores que más crecían: la protoindustria y el comercio. Esto lo demostró Emiliano Fernández de Pinedo hace años en un artículo que, en lo poco que sé, la historiografía nacionalista no ha tenido en cuenta para seguir sosteniendo lo contrario.

El rey además contribuyó decisivamente al aumento de la productividad laboral en Cataluña (y no en la de otras regiones) interviniendo ante el Papa para reducir el gran número de días festivos existente, como atestiguan ilustrados como Rodríguez Campomanes. Hay otros factores a favor, que no detallo para no alargar el texto. Estas ideas han sido muy poco resaltadas, cuando no ignoradas. El mito de la opresión de los Borbones hacia Cataluña, como un mantra eterno, subsiste.

Si esta idea, que el nacionalismo historiográfico daba por cierta, hoy ya no puede sostenerse, cabe preguntarse si no hay otras que también se deben cuestionar. Puede que los fueros no se vieran solo como libertades, sino también y sobre todo como privilegios estamentales, y que el rey pensara que los catalanes, que le habían jurado fidelidad en cortes de 1702, le habían sido desleales en 1705, el peor pecado de los súbditos hacia su rey. No estaba contra los fueros porque sí: los del País Vasco y Navarra no se suprimieron.

Cuando la profesión se pone al servicio de una causa, en este caso el nacionalismo catalán, se pierde credibilidad. Los historiadores que así proceden tendrán que pensar que los otros, los que no lo son, no tienen los prejuicios asociados a tal posición política, y no se dejarán convencer fácilmente por una historiografía militante que sigue sosteniendo ideas que hoy la historiografía general considera parciales, mal contextualizadas o simplemente erróneas. Los historiadores nacionalistas deben decidir si quieren escribir para los convencidos o por el contrario convencer a los que les lean, sean quienes sean. Y para ello deberían empezar por negarse a colaborar en congresos pretendidamente profesionales como el próximo titulado España contra Cataluña: una mirada histórica (1714-2014), en el cual, según el folleto convocante, se “analizarán las condiciones de opresión nacional que ha padecido el pueblo catalán a lo largo de estos siglos, las cuales han impedido el pleno desarrollo político, social, cultural y económico”.

Un congreso compuesto solo por historiadores catalanes, cuyos resultados están predeterminados siguiendo la peor práctica profesional posible, y que pone la investigación histórica al servicio de la actual estrategia política de CiU y el sector nacionalista del PSC. Desde esas premisas no se pueden analizar los hechos tal como fueron, como pedía Leopold von Ranke; ni siquiera se pretende tal cosa. Tortella en general tiene razón y su opinión es compartida por muchos otros historiadores que ven que en la historia de Cataluña, al menos en estos casos, sobra vaciado metodológico y pasión por la causa.

Guillermo Pérez Sarrión es catedrático de Historia Moderna de la Universidad de Zaragoza y autor de La península comercial (Marcial Pons, Madrid 2012). Es además premio Jaume Vicens Vives de la Asociación Española de Historia Económica, 2013.

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