Cataluña ya es libre y europea

Es posible que el president de la Generalitat no quisiera hacer coincidir la publicación de su artículo Por una Cataluña libre y europea en el diario francés Libération (24 de marzo) con la presencia del rey Felipe VI en París a invitación del presidente Hollande. Pero como en los últimos años, Artur Mas y todo su equipo han dejado de lado las tareas de gobierno para dedicarse a tiempo completo a la conspiración, que es más divertida. Tampoco es descartable que la publicación estuviera programada para hacer daño al jefe de Estado y deslucir su visita. A su deslealtad se sumaría entonces la descortesía.

Tan malas han sido las formas como pobre el fondo. Se anuncia el carácter plebiscitario de las elecciones de septiembre, que quedarán “transformadas en un referéndum sobre la independencia”; se amonesta al Tribunal Constitucional por haber perdido “su condición de árbitro”; se informa al público francés de la creación de las ya entrañables “estructuras de Estado” y se lamenta, en el párrafo más injurioso, el carácter “perfectible” de la democracia española, fruto de la “débil tradición democrática” de España en los últimos dos siglos. (Esto último tiene guasa: como si la tradición en Cataluña hubiera sido distinta).

Se ha respondido ya muchas veces a los magros argumentos del soberanismo, pero hay que seguir haciéndolo.

En primer lugar, las elecciones plebiscitarias no existen. Existen, eso sí, los plebiscitos, instrumento caro a regímenes autoritarios y populistas donde a la población se le da la opción —después de una asfixiante labor de aleccionamiento en la opción correcta— de adherirse a la política prefigurada por el que manda. Unas genuinas elecciones democráticas implican pluralismo de opciones y respeto al marco legal. No son un contrato de adhesión ni pueden convalidar cursos políticos inconstitucionales.

La andanada contra el Tribunal Constitucional tampoco tiene justificación. La anulación de la Ley de Consultas era ineludible, toda vez que la Constitución reserva claramente al Gobierno central la competencia para autorizar referendos. La ley era inconstitucional y los soberanistas lo sabían. En todo caso, no se dice lo suficiente que a lo largo de su historia el Constitucional ha sido particularmente sensible al hecho autonómico y en muchas ocasiones ha fallado a favor del autogobierno y contra el Gobierno central. Por mencionar tres instancias significativas, lo hizo cuando derogó la LOAPA (y entonces el Gobierno central del PSOE encajó la derrota con respeto); lo ha hecho muchas veces intentando conciliar la inmersión lingüística con los mínimos derechos razonables para los castellanohablantes (hay que decirlo una y otra vez: en ese paradigma de democracia que a los nacionalistas les parece Canadá, la inmersión obligatoria estaría prohibida); y lo hizo cuando sentó una doctrina que flexibilizaba el principio de unidad de acción exterior del Estado para permitir a las Comunidades Autónomas abrir delegaciones en el exterior y tener allí sus funcionarios desplazados.

Naturalmente, las actuales delegaciones de la Generalitat, impropiamente embajadas, solo sirven al propósito de desprestigiar a España y propagar el argumentario victimista que justificaría la secesión. A esa misión responde también el rosario de artículos que el soberanismo ha ido colocando en la prensa internacional. Esta tarea topa con un ligero escollo que el radar del soberanismo no detecta.

Los nacionalistas catalanes creen que el mundo les guiña un ojo y comparte la pésima opinión que ellos tienen de España. Se equivocan. Aunque a los independentistas les dé la risa al leer esto, lo cierto es que España es un país respetado en el mundo. Como diplomático español he podido constatar que nuestro país concita un considerable caudal de simpatía fuera de nuestras fronteras. Ningún país cree que España sea esa realidad casposa, artificial y poco democrática que pregona Mas. Ninguna personalidad o mandatario extranjero cree que Cataluña o el País Vasco estén oprimidos o su separación justificada. Los intentos de tirar de la manga de la comunidad internacional para que pose su mirada en el conflicto catalán, cuando esta concentra su atención en verdaderos problemas, como la guerra en Ucrania, la amenaza yihadista o el cambio climático, dan un poco de vergüenza.

La pretensión de que “es ridículo pensar que queremos crear una nueva frontera” es tan absurda que no merece comentario. Sí lo merece la tesis de que el nacionalismo catalán es europeísta y “defensor entusiasta de la construcción europea”.

Muy al contrario, el proyecto soberanista es antieuropeo. En primer lugar, se da de bruces con la legalidad europea, que haría a una Cataluña independiente salir de la Unión y pasar por un procedimiento de readmisión. En segundo lugar, el ordenamiento interno de casi cualquier Estado miembro pondría las mismas trabas, o muchas más, al intento de una parte de su territorio de independizarse. El Gobierno italiano ha recurrido ante los tribunales la celebración de un referéndum de independencia en el Véneto. Las autoridades francesas han instado la ilegalización de una asociación del sur de Francia por promover un referéndum de independencia. El ordenamiento alemán prohíbe la existencia de partidos que militen contra la Constitución alemana. Y es que la mayoría de Constituciones democráticas declaran la indivisibilidad de sus territorios (lo hace incluso la interesante constitución non nata del juez Vidal). Quizá Francia, Italia y Alemania también son democracias perfectibles...

No: en democracia se puede decidir sobre muchas cosas, pero no sobre las fronteras del Estado donde esa democracia se despliega, despojando por tanto de derechos de ciudadanía a los que quedan del otro lado de la raya. La moderna ciudadanía democrática es esto: ni los ricos se autodeterminan de los pobres, ni los hombres de las mujeres, ni los heterosexuales de los homosexuales, ni los católicos de los ateos, ni —sin que medie sólida justificación de la que el nacionalismo carece— los catalanes nacionalistas del resto de los españoles. Crear un nuevo Estado de tintes étnicos por vanidad y capricho no encaja precisamente en el sueño europeo.

Pero hay más, algo que el independentismo no capta: Europa se ha construido contra el nacionalismo de entre las ruinas provocadas por el nacionalismo. Esto significa, entre otras cosas, que la Unión Europea se erige contra el recuerdo. Es decir, contra la idea de que las guerras pasadas debían seguir generando animosidad entre europeos. La Unión, concebida y creada pocos años después de la ocupación de París o del bombardeo de Dresde, se ha hecho contra el resentimiento nacional. Pero ahí tenemos a un Gobierno que se solaza en atizar el odio recreando una guerra civil terminada hace tres siglos, presentándose como paladín del europeísmo. Chocante.

El president escribe en nombre de los catalanes, aunque nunca ha querido representar más que a la porción independentista, por él llamada “los de casa”. Titula Por una Cataluña libre y europea. No se conforma con pedir una Cataluña independiente; pide que la liberen. Pero Cataluña ya es europea y ya es libre. No necesita ser liberada más que de quienes quieren acabar con su alegre carácter mestizo, abierto y tolerante.

Juan Claudio de Ramón Jacob-Ernst es ensayista

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