¿Cataluñas? ¡Cataluña!

Mañana todos deben ser iguales. Los catalanes que participen hoy en lo que creen un festival democrático —serán muchos— y los que rechacen acudir a lo que entienden como engañosa pantomima —también muchos, seguramente más—. Todos iguales. Todos respetables, consideremos nobles o villanos sus impulsos, propósitos e ideas.

A partir de esta noche, la tarea más urgente del Gobierno de la Generalitat deberá ser restablecer el diálogo y la negociación con el Gobierno central: también a la inversa. Volver a la política es la tarea de Artur Mas, porque el resultado de hoy no será un mandato, no puede serlo de una votación informal, amateur y excluida de la legalidad. Y porque entonces, lo necesario es quebrar la parálisis a la que conduce la infértil dinámica movilización-silencio.

Y lo es de Mariano Rajoy porque el problema no se encauza con la sola —aunque indispensable— apelación a la rule of law. Ni tampoco con la inversa invocación solitaria a votar. Democracia es la fusión de principio de legalidad y principio democrático. A partir de ya, acaben con la costumbre de tomarla en porciones.

Ocurra lo que ocurra hoy, cométanse los desafueros que se cometan —siempre que sean dentro de un orden—, los meros fueras de juego del nacionalismo catalán ¿deben bastarle al nacionalismo español para inhibir el diálogo? Más que diálogo. Si el ultramontano José María Aznar estableció negociaciones formales directas con los terroristas de ETA (entonces les acarició llamándoles Movimiento Vasco de Liberación Nacional), ¿por qué el conservador tranquilo que es Rajoy no podría sentarse a la mesa con Mas, incluso con el desobediente Mas? ¿Por terror a los Jiménez Losantos y demás beneficiarios de los tarjeteros negros de Caja Madrid, esa perfumada sucursal del aznarismo?

Todo eso es esencial, aunque debiera ser obvio. Mientras Rajoy y Mas estén en sus puestos vienen obligados a pugnar por trenzar una lealtad federal entre instituciones que son nuestras, y de las que son meros inquilinos.

Pero si eso, recuperar la fluidez institucional para desenquistar el drama y devolverlo a problema, es lo más urgente, hay alguna tarea pendiente en la cuestión catalana mucho más trascendental.

A saber, rebobinar el proceso de euskaldunización de la política catalana perpetrado en los últimos años. Nada que ver con la violencia, no. Pero bastante con el lenguaje equívoco destinado a engañar a los ciudadanos al ablandar su significado para hacerlo más digerible (“consulta” por referéndum; “derecho a decidir” por autodeterminación; “Estado propio” por independencia...), muchos de ellos importados de los años del peor vasquismo.

Más grave aún que el lenguaje es la transmutación que han ido experimentado los partidos catalanes. La Nación catalana era una construcción de ciudadanos portadores de identidades superpuestas; de una “identidad integrada por múltiples pertenencias” (Amin Maalouf, Identidades asesinas, Alianza, 1999). Era más bien la herencia de la tradición republicana francesa, frente al nacionalismo vasco hegemónico, de raigambre etnicista, orgánico, plasmación de un “espíritu” (volkgeist) superior a sus habitantes, a la alemana.

Con su catalanismo transversal, fraguado en el mestizaje de identidades compartidas, los partidos de la izquierda, el PSUC y luego Iniciativa, y el PSC, prestaron un servicio impagable a todos. Aunaron a gentes de orígenes geográficos y sociales diversos en una comunidad nacional cohesionada. Evitaron el apartheid escolar de otros lares, liderando la defensa del catalán vehicular y la dignidad de todos.

También el nacionalismo convencional contribuyó en parte a ello, al insistir en que el catalán lo era por espacio y vinculación: “Es catalán quien vive y trabaja en Cataluña”, decía Jordi Pujol de día. Aunque de noche talibanes como Marta Ferrusola denostaban a los inmigrantes. Y racistas como Heribert Barrera (el patriarca lepeniano y pro-Haider de Esquerra) añadían que “los negros” tienen un cociente intelectual “inferior al de los blancos”.

La transversalidad tan arduamente alcanzada, la identidad plural, la unidad cívica de la ciudadanía catalana han sufrido un embate sin parangón. Esta vez no por temas migratorios, sino de futuro político global. Y también de sentimientos: aquí una identidad exclusiva; allá, la otra. ¿Y enmedio?

Al reemplazar la cohesión social por el falso unitarismo de los soberanistas; al cebar al independentismo disfrazándolo de mero ejercicio del derecho a decidir; al yugular la neutralidad de su Administración forzando a los funcionarios al patrioterismo; al despotricar o ningunear a los unionistas y minusvalorar a los federales, condenado a la apatridia a los desafectos e inhibiéndose ante despreciables linchamientos (Raimon, Quim Brugué, Encarna Roca); al desafiar desde la maroma, no solo a la Constitución, sino también al Estatuto y a sus propias leyes, Artur Mas ha dañado más a la Generalitat y a la cohesión de la nación catalana que cualquiera de sus antecesores. Quizá salvo el ignaro canónigo Pau Claris en la rebelión de 1640.

Y ha engrasado así la maquinaria de destrucción del transversalismo, que tanto ha dividido a los partidos de izquierda. Y que al cabo amenaza (el virus siempre acaba llegando) con destruir el suyo, por si la contribución de los Pujol-Ferrusola, por sí sola, no bastase. Ha convertido una Cataluña, armoniosa en su pluralidad, en varias Cataluñas estancas y monolíticas que empiezan a emerger como enconadas entre sí.

Por eso tiene ahora Mas una magnífica ocasión de rectificar. De restaurar los equilibrios de la sociedad catalana y los valores conspicuos del catalanismo: pactismo, respeto, cosmopolitismo, ley. ¿Para qué? Para afianzar y aumentar el autogobierno. Y para acordar la corrección de aquello en que la cuestión catalana es también el problema español.

¿Lo es? Sólo una píldora: la legislación española desde 1978 la fabricaron principalmente el PSOE y el PP, casi por mitades. Pero en ambos casos, quizá al 90%, con el concurso de CiU. ¿Es ese un Estado enemigo de los nacionalistas catalanes? ¿Acaso son estos enemigos de sí mismos?

Y, sin embargo, en estos cuatro decenios, ninguna de las instituciones comunes de primer rango (Gobierno, Congreso, Senado, Tribunal Constitucional, Supremo, de Cuentas, Consejo de Estado) la presidió un catalán, salvo el leridano Landelino Lavilla, que no procedía de la política catalana.

Hay mucho por hacer, no solo en lo político. No podemos permitirnos perder más tiempo. Pónganse manos a la obra.

Xavier Vidal-Folch

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *