Catalunya, antes y después de la sentencia

El fallo de la sentencia que enjuicia la validez jurídica del Estatut suscitó inmediatamente dos posiciones antagónicas. De un lado, la que subraya la vigencia de la indisoluble unidad de la nación española; de otro, la que achaca a la sentencia un menoscabo del carácter nacional de Catalunya. Aunque resulte paradójico, es posible que las dos afirmaciones coexistan; es más, que una necesite a la otra para mantener su peso en el ingrávido mundo de la teología política. Se palpen o no, ahí están sin poder demostrarse, simplemente para ser objeto de fe. No obstante, ni la indisoluble unidad de la nación española ni el menoscabo de la nación catalana atienden a una cuestión pragmática y, quizá, mucho más relevante: ¿en qué condiciones queda el autogobierno de Catalunya después de la sentencia?

Al final del camino, siempre merece la pena recordar el inicio. Y este nos remite al último tramo de la segunda legislatura de Aznar, cuando habían transcurrido más de 20 años de los primeros estatutos y la dinámica política, que había hecho de la Constitución un mito, se mostraba incapaz de liderar la racionalización jurídica de los nuevos contextos políticos supra e infra estatales.

Desde el primer instante, las alternativas fueron claras. Había quien prefería potenciar el autogobierno de Catalunya mediante pequeñas reformas con principio y fin en las Cortes, que transferirían nuevas competencias. Otros apostaban por romper la baraja e iniciar el camino de la independencia. Entremedias, con una mezcla de ambición y realismo, se pensó que la senda adecuada era la ofrecida por la Constitución: dar un nuevo Estatut con el impulso inicial del Parlament, la aprobación posterior de las Cortes y la ratificación final de los ciudadanos catalanes. Con este procedimiento se elaboró un texto en el que las instituciones elegidas por el pueblo catalán contarían con competencias precisas, instrumentos jurídicos y recursos suficientes, medios para relacionarse con el Estado y la UE, y un conjunto de derechos y principios rectores.

Son estos presupuestos centrales, asumidos íntegramente en los siguientes estatutos de nueva generación, los que se pusieron en tela de juicio por el PP. El recurso de inconstitucionalidad cuestionaba que el nuevo Estatut tuviese un contenido tan amplio, similar, decían, al de una Constitución. Pues bien, pese a que algunos pocos aspectos hayan sido declarados inconstitucionales, es justo sostener que el Tribunal Constitucional (TC) ha rechazado de plano la esencia del recurso y ha validado los elementos estructurales que presenta el Estatut.

Por más que el TC se enrede con el uso y el lugar del término nación, asume sin ambages la existencia de una comunidad política ¿el pueblo catalán¿ que se desenvuelve junto y dentro de otra comunidad política, el pueblo español. La sentencia ratifica la coexistencia pacífica de, al menos, dos lealtades políticas, la que suscita España y la que propicia Catalunya. No ha de extrañar que el TC confirme la previsión de un cuerpo de derechos que trazan un horizonte singular para la acción política catalana. Especial importancia merece la cuestión de los derechos lingüísticos, donde la declaración de inconstitucionalidad del concepto de «lengua preferente» no altera el contexto actual en el que el derecho de opción lingüística ha de regir el uso de la lengua. Además, el TC confirma que en el ámbito educativo, sin exclusión de ninguna de las dos lenguas oficiales, el catalán sea preponderante al ser el idioma vehicular. Los reproches al carácter vinculante de los dictámenes del Consejo de Garantías Estatutarias o a la competencia exclusiva del Síndic no pueden ocultar que el Estatut conserva todo un potente arsenal institucional para desarrollar sus políticas propias. La corrección constitucional de las funciones del Consejo de Justicia deja el camino franco para que la ley orgánica del poder judicial complete el camino iniciado por el Estatut. En lo referido a las competencias, el TC afirma que el detalle con el que se recogen no hace sino describir la jurisprudencia del propio tribunal, y que, por tanto, el mismo podrá rectificarlas. Es cierto que al analizarlas una a una, el TC da por buenos prácticamente todos los perfiles competenciales. Es decir, asume que los redactores del Estatut han seguido al pie de la letra su jurisprudencia.

Son importantes las páginas dedicadas a las relaciones de la Generalitat con el Estado. La bilateralidad ha sido una realidad siempre presente en nuestro Estado autonómico y que hasta hoy a nadie le había suscitado dudas, pues se movía en el marco del acuerdo voluntario. El TC se limita a remachar la voluntariedad. Por último, es curioso que las rectificaciones en las cuestiones de financiación potencian la raíz federal del Estado autonómico,

Qué duda cabe de que el proceso de elaboración del Estatut ha dejado jirones. Su debate ha sido un acto de autocomprensión política, donde Catalunya mostraba qué quería ser dentro de la Constitución, y las fuerzas políticas estatales expresaban el lugar que esperaban de Catalunya en ese proyecto común. Al frente queda un dato jurídico-político innegable y lleno de potencialidad: el Estatut poseía un plan de autogobierno antes de la sentencia, y esa ruta permanece firme y expedita tras la sentencia.

Miguel Azpitarte, profesor titular de Derecho Constitucional en la Universidad de Granada.