Catalunya-España: final de trayecto

El 28 de junio del 2010 será recordado como el día en que, de forma irrevocable, cambió una determinada forma de contemplar las relaciones de Catalunya con España. No sé si los miembros del Tribunal Constitucional han tenido idea cabal de lo que estaban juzgando. Una vez aprobado el Estatut por el Parlament, rebajado por las Cortes y ratificado en referendo, cualquier sentencia que no fuera la validación del texto estaba condenada al fracaso. Porque iba a ser interpretada, por los sectores españoles más centralistas (del PP o del PSOE), como una victoria parcial de Catalunya y, desde aquí, como una bofetada que en ningún caso puede pasarse por alto. Por ello ha hecho bien el president Montilla al convocarnos el 10 de julio. Porque todos nos sentimos ofendidos por la prepotencia de una España que ha mostrado su peor cara.

He escrito a menudo que existe una base material para el desacuerdo con España, que hoy emerge con más virulencia que en otros momentos. Los partidos tienden a creer que todo lo que sucede gira alrededor de la política en estado puro. Y sin negar lo que hay de cierto en ello, la verdad es que el Estatut es, en gran medida, la traducción jurídico-política de profundos cambios en la realidad económica. El sueño del catalanismo histórico, del pacto entre Catalunya y España teorizado por Vicens Vives, se basaba en el reconocimiento de una complementariedad productiva. Por un lado, Catalunya, con una balanza comercial positiva en sus intercambios con España. Por el otro, una balanza fiscal deficitaria, con una importante transferencia desde Catalunya a España que, en lo sustancial, equivalía al saldo excedentario del intercambio de bienes. Un equilibrio entre balanzas que estuvo en la base, hasta finales de los 80, del pensamiento económico de amplios sectores del país defensores de aquel pacto, desde Trias Fargas a Ernest Lluch. Es, justamente, este reconocimiento de la complementariedad mutua el que expresaba políticamente la Convergència del president Pujol.

Este esquema de interrelación, en el que todos parecían ganar, comenzó a agrietarse con la entrada en la Unión Europea. Y esas grietas se ampliaron con la emergencia de la globalización y el euro. De golpe, a principios de la pasada década, el edificio de la interacción Catalunya-España empezó a resquebrajarse. Y Catalunya dejó de ser destino preferente de la inversión extranjera, al tiempo que parte de la misma se deslocalizaba y que, en ese mismo proceso, nuestras empresas seguían un camino similar. En síntesis, la creciente interrelación entre España y la UE, la profundización de ese proceso con la adhesión al euro, la creciente globalización y la crisis financiera en curso han supuesto un choque severo sobre nuestro tejido productivo. Para muestra, el botón del aumento del valor añadido y del empleo industrial: el primero, con base 100 en 1996, cerró el 2009 en 102, mientras el empleo manufacturero (625.000 puestos de trabajo en el 2009) arrojaba una cifra similar a la de 1996.

Contemplados desde hoy, la profundidad de los cambios operados en el funcionamiento de nuestra economía y el papel de España son, ciertamente, enormes. El Gobierno en Madrid ha dejado de tener la importancia que tuvo: ni la política monetaria y, ahora, ni incluso la fiscal se deciden allí. La devaluación de la peseta, siempre en manos de Madrid, también ha escapado a su control. Por su parte, las exportaciones catalanas a España continúan reduciendo su peso sobre el total vendido al exterior, al tiempo que aquel importante superávit comercial no deja de reducirse. Estos cambios implican que Catalunya debe afrontar la nueva situación de competencia exterior fundamentalmente con sus propios recursos, una situación jamás contemplada en los últimos 100 años.

Las expresiones, económicas y políticas, de esas modificaciones en el encaje económico de Catalunya en España han sido sistemáticas desde hace ya más de una década. Los empresarios demandando la gestión del aeropuerto de El Prat, los sindicatos exigiendo recursos para mejorar el tejido productivo o el Govern intentando acordar, con unos y otros, una hoja de ruta para situar a Catalunya en la punta de lanza de los países más avanzados son algunos de sus más recientes exponentes.

Los cambios históricos sustanciales no son percibidos más que cuando se han consolidado. Y hoy nos está pasando lo mismo. El Estatut, al proponer un nuevo pacto político, intentaba dar respuesta parcial a aquellas transformaciones. Pero una parte importante de España, demasiado importante hay que reconocerlo, no puede, o no quiere, entender lo que se plantea desde aquí. Por ello, la modificación del Estatut por el Constitucional cierra una etapa.

¿Qué nos depara el futuro? En el corto plazo no hay alternativa. No nos queda más remedio que continuar presionando por una redefinición de unas relaciones con las que nos sentimos profundamente incómodos. En el largo plazo, y sea cual sea el resultado final del proceso que ahora comienza, nada volverá a ser igual

Josep Oliver Alonso, catedrático de Economía Aplicada de la UAB.