Catalunya, la soberanía imaginaria

Martín Ortega, profesor de Derecho Internacional Público, subraya en su recomendable libro 'España en positivo' (2018) una diferencia esencial que a menudo se olvida entre el discurso independentista en Escocia y Catalunya. Mientras el Gobierno escocés jamás apeló a la idea de soberanía para defender la secesión, los líderes del 'procés' se han basado en que Catalunya era un sujeto político y jurídico que podía reivindicar un derecho histórico de soberanía. En Escocia nadie esgrimió que había sido un reino independiente hasta que en 1603 Jacobo I se convirtió también en rey de Inglaterra; un siglo después, el Tratado de Unión fusionó ambos títulos, el de rey de Escocia e Inglaterra, y Ana Estuardo fue la primera en llamarse reina de Gran Bretaña. Pero que Escocia hubiera sido un Estado independiente hasta 1707, fecha en que se disolvió voluntariamente su parlamento, apenas tuvo relevancia en los argumentos secesionistas. Todo lo contrario que en Catalunya, donde los separatistas constantemente apelan a una soberanía originaria, aunque jamás haya existido un Estado catalán independiente.

Estos días, con la celebración de la Diada, el nacionalismo regresa a los argumentos historicistas en los que no hay más que mistificación. La invención del pasado empieza con la falsedad de aquellos 1.000 años de historia de la propaganda pujolista cuando resulta que el nombre de Catalunya no aparece en ningún documento hasta 1198, medio siglo después de la unión del condado de Barcelona con el reino de Aragón. Un dato que el desaparecido Josep Fontana en 'La formació d’una identitat' (2014), escrito al calor del 'procés', reconocía, aunque más tarde cayera en el anacronismo de afirmar que Catalunya había sido "el primer Estado-nación moderno de Europa". En realidad, antes del siglo XIII no existió ningún embrión de Catalunya, lo que deja sin sentido la obstinación de la historiografía nacionalista y los manuales de historia escolares en calificar el resultado de la unión matrimonial en 1151 entre Ramon Berenguer IV y Petronila, hija del rey de Aragón, como "corona catalano-aragonesa". No solo ese título no existió jamás, sino que resulta difícil determinar en qué momento surgió Catalunya como entidad política. Sí acaso pudo ser con la celebración de las primeras cortes, a las que asistieron los tres brazos (nobleza, clero y ciudades), en 1283, al igual que hicieron los otros territorios de la corona aragonesa, es decir, unas cortes "particulares" diferenciadas de las "generales" para todo el reino.

Como sugiere el jurista y estudioso Rafael Arenas en su interesante blog, la paradoja sería que, visto así, Catalunya surge, organizándose alrededor del poderoso condado de Barcelona, como una división política dentro del reino de Aragón. Nada tendría de escandalosa esta tesis, solo que para la comunidad milenaria imaginada por el nacionalismo es una herejía.

En el nuevo libro del eminente historiador John H. Elliot ('Scots and Catalans, union and disunion', que en castellano se publicará este otoño), en el que muestra abiertamente su desencanto con el nacionalismo catalán, cuyo proceder juzga de manera muy severa ("la fealdad detrás de su sonrisa", escribe), afirma de forma contundente que "Catalunya nunca fue un estado soberano independiente en ninguna acepción moderna de la palabra". Es indiscutible que siempre formó parte de una entidad política más amplia y que hasta el siglo XXI, con el 'procés', la voluntad secesionista fue nula o débil. La república catalana del canónigo Pau Claris en la revuelta de los segadores, que tan magistralmente ha estudiado Elliot, fue efímera. Catalunya acabó días después bajo soberanía francesa y, años más tarde, volvió a reintegrarse a la monarquía hispánica.

En la guerra de sucesión a la corona española, que para Barcelona acaba en 1714, de tan cuestionable celebración hoy como Diada Nacional, no hay voluntad secesionista. Solo desde retorcidos contrafactuales se puede sostener que la independencia hubiera sido un posible desenlace, tanto en el siglo XVIII como con ocasión de la guerra civil española, según sostienen también algunos historiadores nacionalistas. En cualquier caso, más allá del debate sobre lo que hubiera podido suceder, lo innegable es que Catalunya jamás ha sido un sujeto político soberano. El Parlament, recuperado en 1980 en el marco de la Constitución española, no es un poder constituyente, sino constituido y, por tanto, cuando Quim Torra dice que solo obedecerá a la minoría mayoritaria independentista de esa cámara no tiene ninguna legitimidad. La soberanía a la que apela es solo imaginaria.

Joaquim Coll, historiador.

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