Catalunya y la lógica constitucional

La irritación, comprensible, que ha embargado a Catalunya a causa de la sentencia del Tribunal Constitucional (TC) que mutila algunos aspectos del Estatut no proviene tanto de la entidad de las materias eliminadas –que, aunque sustanciales, no afectan esencialmente a la integridad de la Carta– cuanto del hecho de que una institución constitucional, que no emana de la designación directa de la soberanía, haya osado enmendar un texto que poseía el refrendo del electorado de Catalunya.

José María Ruiz Soroa explicó hace algunos meses el conflicto que a veces se produce por el choque entre el polo democrático, «en virtud del cual es el pueblo o sus representantes electos quienes toman las decisiones en cada momento histórico concreto», y el polo constitucional, «en cuya virtud ciertas decisiones están sustraídas al poder de ese pueblo o sometidas a un rígido esquema de control y validación gestionado en exclusiva por un colegio judicial elitista». Propone Ruiz Soroa como solución a este dilema «replantear críticamente el mito de la democracia directa e instantánea protagonizada por el pueblo, poniendo en su lugar la soberanía multipolar de unas instituciones que interactúan y se controlan mutuamente a lo largo de tiempos distintos». «El sistema democrático –concluye– es una especie de cámara de espejos que se reflejan y controlan unos a otros, y el pueblo no es sino la atmósfera que habita entre ellos».

En el caso que nos ocupa, la contradicción es, además, ficticia: la titularidad de la soberanía, según la Constitución, reside en el pueblo español en su conjunto y no en una fracción –la catalana en este caso– de él. Pueden así los hermeneutas argumentar que no ha habido en este caso verdadera colisión de la soberanía popular con la institución de control constitucional… Y sin duda aciertan: cabe asegurar que el Estatut recortado marca el límite de lo posible en el marco de la lógica constitucional. Límite que permitirá a los partidos hegemónicos concertar el cierre del Estado de las Autonomías, la versión más extendida y descentralizada del café para todos que los constituyentes idearon y que los gestores de la transición han desarrollado en varias fases.

Así las cosas, es estéril la frustración provocada en amplios sectores catalanistas –nacionalistas o no– por la constatación de que el sistema es fiel a sí mismo. En realidad, algunas voces ya avisaron a partir del 2003, cuando comenzó la génesis del Estatut, de que bastantes designios del proyecto no cabrían en una reforma estatutaria, sino que requerirían, para ser viables, una reforma constitucional. La Carta Magna española es, a fin de cuentas, federalizante, es decir, basada en una sola soberanía que se desconcentra y se descentraliza; y algunas propuestas de aquella reforma eran confederales, es decir, reclamaban una participación singular en la soberanía única, vinculadas ambas –la general y la particular– mediante un pacto fundacional, constituyente.

Una vez que Catalunya ha alcanzado la autonomía máxima en el referido marco constitucional, se hace evidente que no será posible ir más allá en el camino del autogobierno. La verdadera disyuntiva de los catalanes en esta coyuntura es, de un lado, el conformismo con el statu quo actual (que no es desdeñable: la autonomía política de Catalunya es la mayor de todos los territorios europeos que no son Estado-nación) o la búsqueda de nuevas atribuciones y competencias que colmen aspiraciones insatisfechas y la caractericen singularmente en el ámbito homogéneo del Estado autonómico.

Quizá en este momento la aspiración más acorde con la demanda política de Catalunya sea la de la plena autonomía económica en términos semejantes al concierto vasco. La Constitución otorgó este régimen especial a los territorios forales exclusivamente, entre otras razones porque Catalunya no manifestó en el período constituyente interés alguno en disfrutar de aquella singularidad que tenía un aroma arcaizante. Hoy no habría de ser imposible, sin embargo, que Catalunya gozase de este régimen singular mediante la pertinente reforma constitucional.

La Constitución, que ha cumplido tres décadas, requiere una puesta al día en numerosos aspectos, y así lo han reconocido los dos grandes partidos estatales en sus programas electorales, nunca desarrollados. Y entre otras actualizaciones necesarias, destacan las del Título VIII y el Senado. No sería, pues, ni extemporáneo ni impertinente instar dicha reforma desde Catalunya, incluyendo el reconocimiento de los rasgos confederales que son precisamente los que el TC cuestiona de la reforma estatutaria catalana.

Para que esta vía sea practicable, son necesarios dos requisitos: que las fuerzas políticas catalanas excluyan este asunto del ámbito de la competitividad electoralista y que los dos grandes partidos estatales estén dispuestos a actuar con grandeza y sentido del Estado. Ni lo uno ni lo otro parece fácil, pero solo la combinación de ambos factores hará posible que Catalunya se sienta dueña de su destino en el marco del Estado español.

Antonio Papell, periodista.