Catástrofes climáticas y crisis alimentaria

Ante las pavorosas inundaciones que está sufriendo Pakistán y la ola de incendios que han asolado los bosques de Rusia, es probable que los más escépticos frente a los efectos del cambio climático se estén tentando por primera vez la ropa. También es posible que los más conspicuos de entre ellos sigan argumentando que no se trata más que de episodios puntuales; que lluvias torrenciales y olas de calor ha habido siempre, incluso en Pesahawar y Moscú, y que nada de ello justifica el origen antropogénico de estos episodios climáticos extremos.

No sabemos, por desgracia, lo que opinarán los miles de muertos que al final de este verano infernal se contabilizarán en Rusia y Pakistán por los calores sofocantes y los ríos de lodo, respectivamente.

Así las cosas, ¿podemos establecer alguna certidumbre en relación con el manoseado asunto del calentamiento global? Sin entrar en los aspectos científicos de la cuestión, se me ocurren algunas evidencias que a continuación enumero, aunque, para mi desconsuelo, no son precisamente muy halagüeñas.

La primera de ellas, cada vez más palmaria, es que de la amenaza que supone una evolución negativa del clima no se librarán los países más septentrionales, los más fríos. Al contrario, y contra lo que algunos pensaban, la falta de adecuación de su cultura a las altas temperaturas puede hacerlos incluso más vulnerables que otros ante las situaciones extremas.

La segunda es que, además de los daños ambientales y humanos -sin duda los más importantes producidos por la ola de calor rusa o por otros fenómenos interrelacionados como las gigantescas inundaciones asiáticas- son cada vez más visibles los daños económicos inherentes a los mismos. Daños que, por simplificación y aunque no son los únicos, podríamos centrar en la crisis agraria con la consecuente subida del precio internacional de las materias primas y el corolario de hambrunas en los países más desfavorecidos.

La tercera se centra en el hecho de que a pesar del alto coste que para el mundo comporta el riesgo climático, los principales líderes mundiales no parecen ser conscientes de ello, o al menos no lo suficiente, a tenor del desastroso resultado de la Conferencia de Copenhague. Ni Obama ni los Gobierno ruso, chino, brasileño e indio apostaron lo más mínimo por llegar a compromisos serios con los que dar continuidad o sustituir al Protocolo de Kyoto. ¿Cambiarán de postura en la próxima reunión de Cancún?

La cuarta es que la vieja Europa, la única región planetaria con cierta sensibilidad hacia el problema y con planteamientos explícitos, no ha tenido capacidad para lograr del resto del mundo posicionamientos cercanos a los suyos, quizá por su debilidad interna y su falta de fuerza en la geopolítica.

¿Qué podemos hacer ante esta lamentable situación quienes creemos que nos enfrentamos en materia climática a uno de los grandes problemas de la Humanidad? Probablemente, la tarea prioritaria siga siendo la reiteración pública de nuestras convicciones, sin miedo a ser tachados de alarmistas. Consecuentemente, apoyar con firmeza y fortalecer las posturas de la Comisión Europea, desde la sensatez y sin demagogia, habría de ser la tarea básica de los europeos conscientes del problema.

Sensatez y falta de demagogia que equivalen a tratar la cuestión con la cabeza fría y con la economía a la vista, no tanto porque ésta sea el objetivo prioritario a preservar, sino por ser el soporte esencial del escenario en el que habrá de enfrentarse el problema. También porque las soluciones exigirán planteamientos económicos a todos los países que será necesario valorar y compartir.

Tenemos en España un buen ejemplo de cómo un exceso de demagogia y una falta de control económico han convertido una de las más interesantes herramientas de lucha contra el cambio climático -me refiero a las energías renovables- en una burbuja monstruosa que, al lastrar nuestras ya maltrechas finanzas con un fuerte déficit tarifario, frenará el resto de medidas a afrontar.

Pero centraré las líneas siguientes en otro plano ya aludido y afectado por el riguroso verano moscovita: la crisis agraria sobrevenida y que ha generado un incremento meteórico de los cereales en algunas lonjas mundiales.

En un mercado importador -España compra en el exterior la tercera parte de los cereales que consume-, las consecuencias pueden ser graves para nuestra economía ganadera, ya tocada del ala y más dependiente de las importaciones que ninguna otra potencia europea.

El riesgo de crisis en el sector de leche, carne y huevos, básico en nuestra dieta, es muy alto y puede acelerar el deterioro de las estructuras productivas en un mundo rural que ya vivió en 2007 una fuerte alza de precios generada por problemas climáticos en Australia y en el nordeste de China, dos grandes productores.

Las consecuencias de ese episodio son aún visibles: postración del sector ganadero y hundimiento de los mercados cerealistas hasta el pasado mes de julio. Ahora, si se confirma otro diente de sierra, asistiremos a otra vuelta de tuerca que sufrirán las explotaciones agropecuarias con unos cuantos miles más de ellas que se irán al garete.

Frente a la incertidumbre de los mercados, de poco sirven las políticas de desarrollo rural convencionales. Nuestro campo se enfrenta a un severo ajuste si no se adoptan decisiones que tengan en cuenta la evolución previsible de las realidades climáticas y económicas. Es obvia, por tanto, la necesidad de poner en marcha una intervención de mercados mucho más ambiciosa en la Unión Europea que limite las drásticas fluctuaciones de precios, paraíso de especuladores e infierno de los productores.

Parece obvio -aunque estemos en un mundo abierto comercialmente o quizá por ello- que España debería revisar con criterios estratégicos y climáticos su política cerealista, la cenicienta de nuestra agricultura, a pesar de que esto exija la revisión de las políticas de regadío, tabú de muchos analistas ambientales y agrarios. Parece también evidente la necesidad de intensificar la investigación y la competitividad en materia de alimentación animal.

Son muchas las tareas pendientes y todas ellas -intervención de mercados, investigación, regadíos- tienen costes notables. Pero la alternativa es aún más costosa: menor actividad agraria, mayor penetración alimentaria exterior y mayor deterioro del mundo rural con más paro y más desamparo.

No dudo que algunas de estas previsiones y propuestas sean erróneas e incluso inadecuadas. A buen seguro precisan de un análisis detenido, de debate y de matices. Pero lo que pretendía mostrar en estas líneas es cómo, para buena parte del sector agrario, la adaptación a las consecuencias globales del cambio climático obligará a intensificar los esfuerzos.

Es lo que toca. Vivimos tiempos difíciles y duros que exigen más esfuerzo y convicción y menos demagogia, aunque aquí sigamos instalados en un confortable sopor.

José Valín Alonso, portavoz de Medio Ambiente en el Senado por el Partido Popular.