Catch-22 en la Unión Europea

En Catch 22, la famosa novela de Joseph Heller, los pilotos de guerra que querían dejar de volar misiones muy peligrosas y se planteaban aducir locura sabían que recibirían una contestación negativa de la burocracia, porque con su petición demostraban lucidez y especial capacidad para seguir volando. La Unión Europea puede atravesar una situación parecida si con la entrada en vigor del Tratado de Lisboa intenta relanzar la integración, repara en los serios dilemas políticos que tiene ante sí y no llega a afrontarlos. Es normal que a corto plazo la agenda de la Unión Europea consista una vez más en la negociación de puestos y no en los proyectos y debates que pueden reforzar este proceso histórico. En los próximos meses, por cierto, me temo que notaremos el contraste entre una abundancia de nuevos órganos unipersonales y una falta de líderes europeos con peso en las instituciones de Bruselas y en las capitales nacionales. Pero una vez termine este enésimo reparto de poder, es preciso crear una corriente que contribuya a fortalecer la integración, bajo la amenaza de anquilosarse a pesar de su enorme éxito en conjunto. No es fácil reactivar el proyecto de unidad europea, pero no hay alternativa valiosa posible.

Los dirigentes de la Unión deben aprovechar el potencial del nuevo Tratado y al mismo tiempo resolver algunos dilemas difíciles de resolver, un trío de disyuntivas que ilustran el elevado grado de integración económica y política al que hemos llegado: ¿cuál es el mejor modelo jurídico-político europeo y cómo fortalecerlo a pesar de que parece zanjada la crisis de la Constitución? ¿hasta qué punto debe prevalecer la orientación de la UE a conseguir resultados sobre las reformas continuas de sus reglas del juego y las preguntas en torno a su identidad? y ¿cómo limitar los poderes de la UE y al mismo tiempo permitir que emprenda nuevas tareas? Estos dilemas aparecen continuamente en los debates políticos actuales y van a condicionar la agenda europea.

El primer dilema suele pasar desapercibido. A pesar de la desaparición del término Comunidad Europea con el nuevo Tratado de Lisboa y el hastío hacia los interminables debates de reforma de los tratados, una vez entre en vigor el Tratado de Lisboa, es preciso emprender nuevas iniciativas para fortalecer el modelo comunitario implícito en las reglas del juego de la antigua y de la nueva Unión Europea. En este sentido, el papel del Derecho comunitario y del sistema judicial europeo vuelve a ser esencial, tanto como lo fue en las primeras décadas de la integración. Desde un punto de vista jurídico, el objetivo de simplificación y de profundización en una Comunidad de Derecho de dimensión paneuropea no se ha logrado. El rescate de muchos de los contenidos de la fallida Constitución Europea a través del Tratado de Lisboa ha resultado en un texto muy complicado, que no fortalece de modo suficiente el sistema judicial europeo ni la arquitectura jurídica e institucional comunitaria, imprescindibles para desarrollar en una Unión ampliada el mercado interior y las políticas comunes, las actuales y las futuras.

El segundo dilema es más visible: la Unión debe orientarse a la consecución de resultados pero ha de seguir debatiendo de forma democrática sobre el proceso europeo de toma de decisiones y sobre su identidad y valores. En el proceso constitucional se invirtieron de modo excesivo muchas energías políticas durante más de cinco años y al final se ha saldado con el pragmático Tratado de Lisboa. Es necesario salir del laberinto constitucional. La orientación a resultados parece muy necesaria ante la crisis económica y ante la creciente necesidad de que la Unión sea un actor global.

Sin embargo, el genio del debate constitucional ya ha salido de la botella y las preguntas difíciles sobre cómo nos gobernamos en buena medida desde Bruselas siguen necesitando respuestas. Una Europa tecnocrática no tendría suficiente legitimidad a estas alturas de la integración, en la que hay más veces perdedores y ganadores en la toma de decisiones europea. No podemos rehuir las preguntas sobre cómo se consiguen de una forma más democrática mejores resultados y cuáles deben ser los valores que orientan su búsqueda y sirven para determinar prioridades. Aunque la frustración que ha acompañado al fracaso de la Constitución europea invite a lo contrario, es preciso seguir mejorando las reglas del juego europeas, con reformas paulatinas de los Tratados y del sistema institucional de la Unión.

El tercer dilema es probablemente el que requiere una inteligencia política mayor: la Unión ha de encontrar límites en la expansión continuada de sus poderes al tiempo que emprende nuevas tareas. Todos los planes para revitalizar el proyecto europeo contemplan la transferencia de nuevos poderes a Bruselas. Pero dada la expansión continuada de poderes comunitarios durante cincuenta años, hoy el ideal del Tratado de Roma de formar «una unión cada vez más estrecha» se entiende en algunos Estados miembros como una amenaza a su soberanía y a su capacidad de gestionar su sistema de gobierno. Por ello es necesario consolidar y afirmar el modelo existente de integración economica y política, que respeta y renueva las identidades nacionales, a las que somete a una saludable disciplina juridica y económica.

Desde posiciones europeístas es fundamental tomarse en serio la limitación de poderes de la Unión Europea. Debemos entender este rasgo no como un obstáculo a la integración que hay que superar sino como parte del contrato social en la base del proceso y una cuestión clave para la legitimidad europea. La Unión Europea descansa sobre lo que el Abogado General de la UE, Miguel Maduro, ha llamado «un orden constitucional sin fundamentos constitucionales», por lo que debe limitar su ámbito material de actuación, aunque el sistema mantenga flexibilidad suficiente para que la UE intervenga caso por caso en nuevos campos.

A lo largo del proceso de integración, distintos líderes han sido capaces de formular proyectos atractivos que pudiesen ser compartidos por todos los Estados miembros. Tras un período largo de turbulencia primero política y luego económica hoy nos encontramos en una Unión sin verdaderos líderes europeos y sin un proyecto claro, que sea comprendido tanto por las clases políticas como por los ciudadanos. Por razones opuestas, tanto el Gobierno francés como el alemán muestran mayor desafección que antes hacia la Unión -los franceses porque ya no se sienten tan cómodos en la Unión ampliada y los alemanes porque empiezan a ser un país normal en un contexto de aumento generalizado del euro- escepticismo en todas las capitales nacionales, también en Berlín. Además, las recetas tradicionales de entendimiento franco-alemán y de generación de resultados económicos desde Bruselas no son suficientes. La mayor parte de las reformas contenidas en el Tratado de Lisboa son deseables y útiles, pero no son una garantía de reactivación del proceso. El despegue europeo pasa por una inversión inteligente y constante de capital político para dar con una fórmula equibrada de introspección y acción, debate democrático y orientación a resultados, en una Comunidad de Derecho reforzada. Los razonamientos circulares descritos en Catch 22 sólo generan situaciones en las que todos pierden. Por eso hay que ir más allá de los discursos oficiales, evitar la lógica burocrática y tratar de reactivar una Unión no más estrecha sino mejor.

José M. de Areilza Carvajal