Catecismo legal

Las sentencias del Tribunal Supremo sobre las asignaturas relacionadas con la educación para la ciudadanía ofrecen la oportunidad insólita de asistir a un cruce de argumentos sobre una cuestión de interés general. Es de lamentar que debates como este queden reservados a una minoría de iniciados, capaces de armarse de paciencia y enfrentarse a centenares de folios. Se abordan problemas como la relación entre conciencia personal y derecho, el efectivo alcance del pluralismo como valor superior de nuestro ordenamiento constitucional, la dimensión más excluyente («negativa», diría Kelsen) que positiva de la Constitución al reconocer derechos y contenidos axiológicos, el intento imposible de separar drásticamente ética pública y privada, o la aporía de perseguir en el ámbito educativo una neutralidad moral que no encubra un burdo indiferentismo. Por si fuera poco, se pone de relieve el grado de atención prestado por el Tribunal Supremo a la doctrina del Tribunal Constitucional, y su asombrosa capacidad para ignorarla o malentenderla.

El Constitucional afirmó hace ya veintisiete años que «la objeción de conciencia es un derecho reconocido explícita e implícitamente en el ordenamiento constitucional español». Nuestro Tribunal Supremo demuestra cierta sordera, fenómeno a veces consistente en percibir sólo lo que interesa y como interesa. Ignora la cita para deducir que «es indiscutible» que se refiere a «materias perfectamente delimitadas: el servicio militar y la posición de los informadores en las empresas informativas». «Es obvio», por lo visto, «que la Constitución española no proclama un derecho a la objeción de conciencia con alcance general».

La Unión Europea suscribe todo lo contrario. Coincidiendo con ella el Constitucional dejó claro, en idéntica fecha, que «el derecho del objetor no está por entero subordinado a la actuación del legislador». Como otros derechos y libertades fundamentales, «su aplicabilidad inmediata no tiene más excepciones que aquellos casos en que así lo imponga la Constitución o en que la naturaleza misma de la norma impida considerarla inmediatamente aplicable, supuestos que no se dan en la objeción de conciencia». La Constitución, lejos de condicionar la posibilidad de objetar de los padres recurrentes, les ha reconocido un fundamento expreso para ejercerla: el «derecho» que les «asiste» para que «sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones». El Supremo, muy afectado por el ruido circundante, se inventa «un derecho a la objeción de conciencia de rango puramente legislativo, no constitucional», con lo que una mayoría coyuntural «podría crear, modificar o suprimir dicho derecho según lo estimase oportuno». Por lo que se ve, tenemos la fortuna de contar con dos Constituciones, según el intérprete que nos caiga en suerte. ¿Con cuál de las dos se educará a la ciudadanía?

Lo que sí parece obvio es que si el Supremo se muestra discrepante no es por mala voluntad. La falta de debate público nos acaba afectando a todos y aquí de objeción de conciencia se habían venido ocupando mayormente los insumisos y los testigos de Jehová. Añádase a ello un malentendido nada infrecuente al invocarse al pluralismo político como valor superior de nuestro ordenamiento. No consistiría en que cada cual pueda sin obstáculo expresar y aportar al debate público sus posturas personales; no las de los vecinos, por correctas que se las pueda mayoritariamente considerar. En la sentencia parece suscribirse un pluralismo en versión marxista (sector Groucho): soy un hombre de principios pero, si no les gustan, tengo otros. El ciudadano parece obligado a suscribir posturas plurales, lo que le impediría convencerse peligrosamente de que puede tener razón en lo que dice. Esto produce una asimetría que Habermas ha denunciado como incompatible con un Estado liberal. El convencido ha de traducir sus argumentos relativizándolos; el relativista no tiene que traducir nada y su postura gozará de indiscutida prioridad en el ámbito institucional.

Lo curioso es que esta obligada indefinición sea compatible con una asignatura obligatoria destinada a explicar modelos imprecisos. El argumento de que sólo se pretende inculcar valores constitucionales, llegando incluso a la promoción activa de su vivencia práctica, resulta sin duda apabullante. Ignora, sin embargo, que la Constitución reconoce el contenido esencial de unos derechos para evitar que el legislador pueda vulnerarlo; pero no establece positivamente un desarrollo que el pluralismo político se encargará de plasmar de mil maneras distintas, todas ellas constitucionales. ¿Con cuál de ellas educamos a la ciudadanía? He sido diputado más de diecisiete años y he comprobado hasta la saciedad cómo los miembros de todos los grupos parlamentarios compartíamos unos valores constitucionales que habíamos jurado o prometido respetar; pero también con qué dificultad unos y otros llegábamos a ponernos de acuerdo a la hora de plasmarlos en algo tan genérico como un texto legal. ¿Será más fácil hacerlo en el ámbito personalizado que la educación moral exige?. La Constitución no lo considera posible y por eso convierte a los padres en árbitro de cuestiones tan abiertas.

El que tan inevitable, y gozosa, apertura llegue a provocar un debate conflictivo sí parece preocupar al Supremo, pero en realidad es irrelevante. No respetaron la negativa de unos testigos de Jehová a firmar contra su conciencia la conformidad para una trasfusión de sangre a su hijo en peligro de muerte, pensando quizá que en España se considera de modo nada conflictivo que tal actitud es disparatada. Olvidaron que ningún poder público puede erigirse en árbitro de la conciencia de nadie. Asunto distinto es que la objeción -como todo derecho- no pueda tener alcance ilimitado y deba ponderarse con arreglo a exigencias de interés común; como la propia Constitución ejemplifica a propósito del servicio militar. Pero será el poder público el encargado de precisar en virtud de qué bien lo limita, sin cargar al ciudadano con la prueba de presentarle su convicción como convincente.

Por detrás de este malentendido late la curiosa diferenciación entre una ética privada y otra pública, merecedora ésta de estricta observancia. Tan poco feliz ocurrencia se pretende convertir en catecismo civil. En una sociedad plural la ética pública es el resultado del entrecruce de las propuestas que sus ciudadanos plantean, cada uno inevitablemente desde su ética personal. Cuando alguien se erige en árbitro de si lo aportado por los demás expresa una «voluntad particular» o la «voluntad general» el totalitarismo está servido: alguien impondrá como general su particular voluntad, erigiéndose en vidente del interés público.

Todo este escenario invita a recordar la sentencia del Constitucional sobre el derecho fundamental al agua que su novedoso Estatuto reconoce a los valencianos. Se limitó a negar displicentemente que los derechos de los estatutos autonómicos fueran realmente derechos; y todos contentos. O eso parecía; ahora resulta que para el Supremo el catecismo civil, que nos revela de modo infalible la inobjetable ética pública, incluye la obligación de «asumir y valorar positivamente los derechos y obligaciones» derivados «de la Constitución y del Estatuto de Autonomía», y «utilizarlos como criterios para valorar éticamente las conductas sociales». O sea que, si un aragonés reside en Valencia, la ética pública le obligará a abjurar de sus egoístas particularismos. Para no ser los estatutarios ni siquiera derechos, no está nada mal...

Andrés Ollero Tassara, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.