Max Weber definió la relación entre ética y política distinguiendo entre dos tipos de ética y defendiendo que el político precisa de ambos. Por un lado, una ética de la convicción, según la cual hay que actuar persiguiendo el bien sin importar las consecuencias de las propias acciones. En tal caso, si guiarse por lo que uno mismo considera correcto ofrece como resultado efectos contrarios a los perseguidos, los culpables serán los demás o la estupidez del mundo por ser como es. Por otro lado, una ética de la responsabilidad, según la cual en el momento de tomar decisiones se tienen en cuenta las consecuencias previsibles de la acción y cómo es de hecho el mundo. En este caso, no se hace siempre lo que desde un punto de vista ideal se cree lo mejor, sino lo más adecuado a las condiciones existentes para garantizar los mejores resultados posibles.
Quien sigue exclusivamente una ética de convicciones se convierte en un profeta iluminado e inflexible, imbuido de principios e incapaz de soportar la irracionalidad del mundo. Quien actúa según solo una ética de la responsabilidad corre el riesgo de terminar carente de convicción alguna, de convertirse en un oportunista dispuesto a adaptar su acción a cualesquiera circunstancias y principios. Aun reconociendo que las personas no somos bloques monolíticos que siempre actuemos igual, Cayetana Álvarez de Toledo (CAT) es un buen ejemplo del primer tipo de ética. El presidente Sánchez sirve igualmente para ilustrar el segundo.
CAT ha demostrado a lo largo de sus años de ejercicio de la política, y hasta el último momento, una extraordinaria inteligencia y firmeza de principios. Se la ha visto defender con brillantez posiciones incómodas para su partido sin importarle las consecuencias en términos electorales: ha cuestionado la demagogia de cierto feminismo cuando menos convenía; ha propuesto reiteradamente la necesidad de un gobierno de concentración contra la postura oficial del partido de la que era portavoz; ha rechazado todo nacionalismo, incluido el español; ha criticado abiertamente ciertas actitudes de dirigentes de su propio partido; ha cuestionado públicamente el comportamiento del Rey Emérito; etcétera. Incluso su defensa de la necesidad de dar la batalla cultural es, en sí misma, una prueba del típico racionalismo que adorna al profeta de las convicciones, convencido de que las ideas mueven a los seres humanos y olvidando que las emociones son fundamentales para su difusión y aceptación.
Por si no fuera suficiente, las declaraciones de CAT tras su cese han demostrado esta inflación de convicciones que la acompañaba: sin importarle las consecuencias de sus palabras en términos de imagen del partido, ha contado con pelos y señales sus discrepancias con el líder del PP, argumentando su error al cesarla. A nadie debería sorprender esta actitud en una persona tan inteligente y comprometida… con ella misma, pues ya lo había demostrado dimitiendo de sus cargos por discrepancias de principios con el PP de Rajoy. Pero ahora, ¿puede nada menos que la portavoz de un partido político permitirse el lujo de actuar exclusivamente según sus propios principios, resquebrajar la unidad del partido y desentenderse de las consecuencias?
Aunque, por motivos obvios, no abundan, en la política no faltan figuras como CAT. El propio PP asistió a la dimisión del ministro Pimentel por discrepancias con la política laboral de Aznar. El PSOE ha vivido episodios parecidos con personas como Antonio Asunción. Carolina Bescansa dejó Podemos porque no compartía los cambios en su línea política. Más recientemente, Ciudadanos ha asistido a la renuncia de Girauta porque no está de acuerdo con el giro ideológico del partido. Los ejemplos podrían multiplicarse.
Ahora bien, hay algo en los individuos que absolutizan las convicciones que los incapacita para la política. No se trata del evidente ventajismo que aporta el cinismo a lo Groucho Marx (ya sabe: estos son mis principios y, si no le gustan, tengo otros), tan propio de Pedro Sánchez, que, si bien hay que reconocerle que fue capaz de jugársela y dimitir como diputado por mantener su no al PP, ha dado muestras abrumadoras de una plasticidad relativista sin igual: no parece haber contradicción que no sea capaz de digerir, ni compromiso que no vaya a romper.
En el caso de CAT, tampoco se trata del contenido de sus convicciones. Nosotros, de hecho, compartimos la inmensa mayoría de ellas. Por ello formamos parte como miembros fundadores de la plataforma cívica Libres e iguales que ella lideró y que consiguió aglutinar a personas de diversa ideología política. No se trata, en suma, ni de falta de talento, ni de radicalismo. Se trata de que la política reclama personas que, como dijo Weber, no se quiebren cuando, desde su punto de vista, el mundo se muestra demasiado estúpido o abyecto para lo que él ofrece; reclama personas capaces de afirmar siempre «sin embargo», capaces de pactar con el mal menor. Y en la política democrática, personas capaces de trabajar en equipo y de ser conscientes en todo momento de que no basta con tener razón si no somos capaces de hacer que la mayoría de los ciudadanos compartan nuestras razones.
La mejor política exige siempre personas que se guíen por principios éticos claros, pero que adopten sus decisiones conscientes de cuáles son las consecuencias previsibles de sus acciones. Lo ha hecho así el propio Casado, quien, al sustituir a CAT con Gamarra, demuestra no sólo adaptarse a las circunstancias, cambiar de estrategia y responsabilizarse de la marcha de su partido, sino que es capaz de integrar en su equipo más cercano a personas que en su momento no apostaron por él. Una sociedad madura no puede escandalizarse porque un partido político quiera ganar las elecciones y establezca una estrategia destinada a lograrlo. De lo que debería rehuir es tanto de las personas que están dispuestas a todo por obtener o conservar el poder, como de aquellas que saben mejor que nadie lo que debe hacerse y no están dispuestas a transigir con nada ni nadie en su aspiración al bien.
Alfonso Galindo y Enrique Ujaldón son filósofos. Su último libro conjunto es Diez mitos de la democracia (2016).