Caza y conservación

Soy cazador y soy ecologista. Por lo uno soy lo otro y por lo otro lo uno. Por haber sentido la pulsión de la naturaleza pegada a mi ser desde la infancia campesina y no haberla dejado de sentir nunca. Por entender a la tierra como madre -la Gran Diosa Madre del hombre primigenio- y nunca como esclava. Porque cuando al decir «esta es mi tierra» no era para proclamar dominio sino pertenencia a ella. He cazado desde niño, he respetado y admirado a los animales que cazaba y a los que supe pronto cuándo y en qué tiempo podía o no podía abatir y aquellos, mucho me enseñó Félix, que en mi juventud filmaba por el cercano cañón del Río Dulce, a los que debía protegerse. Caza y conservación han sido siempre un binomio inseparable en mis pulsiones, mis razones y pasiones. Lo siguen siendo.

Habrá, seguro, quien ante ello profiera alaridos de blasfemia y anatema. Allá con su fanatismo y su ignorancia. Allá con convertir en ciencia la ñoñería disneyana -cuánto daño al conocimiento y la verdad de la naturaleza- cuna del actual animalismo radical, coactivo y prohibidor. Allá con la deriva del ecologismo talibán radical, desnortado y asfáltico que se ha repudiado a sus propios orígenes y provocado estos últimos dislates.

Félix Rodríguez de la Fuente y Miguel Delibes, cazadores ambos, fueron en España los patriarcas de la nueva conciencia ecológica. Fueron cazadores los fundadores de WWF (Adena) y de la SEO. Han sido y lo son en muchos casos cazadores quienes están en el tajo conservacionista, con el lince, con el oso, con el águila imperial y con las especies más vulnerables. Y que saben que es imprescindible la colaboración, el apoyo y el trabajo conjunto con los cazadores. Porque ellos y en general las gentes que viven en y del medio agrario son el fiel de la balanza del éxito o del fracaso de sus proyectos. Porque son ellos quienes conocen, cuidan y sostienen el territorio.

Un día, uno de esos conservacionistas de verdad y a pie de monte, que ha logrado hacer del paisanaje su mejor aliado, en un descanso para recuperar resuello hacia una cima, me enfatizó que era evidente la transformación y concienciación notable y positiva del mundo cinegético. Ambos estuvimos también de acuerdo en las lacras que aún persisten y que era necesario combatir sin contemplación alguna. La peor, el instinto de gueto, de cobijar a canallas y silenciar comportamientos de brutalidad y maltrato. En un colectivo de un millón de personas siempre van a existir individuos de tal pelaje pero no pueden ser amparados bajo ningún pretexto sino señalados y extirpados de su seno.

Es, sin embargo, un hecho palpable ese avance. Que tiempo y no muy lejano hubo donde uno hacía ademán de agacharse y el perro pueblerino salía a escape, ya cojeando, poniéndose la venda antes que la herida. El cantazo, vamos. Los hábitos cinegéticos han cambiado, y de manera creciente, en todo lo que supone el respeto y los desvelos para conservar el medio, mejorar el hábitat, atender con escrúpulo las fases reproductoras y a la vista está de todo aquel que no prefiera la ceguera a la que su fanatismo le obliga. Los cazadores cuidan de casi un 80 por 100 del territorio y en sus cotos impera la biodiversidad y la abundancia de animales tanto cinegéticos como protegidos. Porque de los cazables es de los que los otros se alimentan, o sea los que cazan todo el año, que para ellos no existen vedas. Y son los cazadores los que más sufren y se esfuerzan por combatir las terribles que ponen en riesgo las pirámides poblacionales. No hay amenaza peor para los ecosistemas ibéricos que el declive brutal del conejo por la mixomatosis y la vírica y la merma de la perdiz roja por los fitosanitarios.

Pero mientras esa ha sido la evolución en ese sector, en el de las organizaciones ecologistas, que de ONG (No Gubernamentales) tienen el nombre, pues sus subvenciones, nunca conocidas ni transparentes pero intensas, que extraen de impuestos de todos y a través de los poderes todos, centrales, autonómicos, los municipales, han avanzado por muy diferente camino. Hacia un radicalismo creciente y una posición cada vez más ofensiva, insultante y agresiva contra las gentes rurales y con aún mayor ahínco contra los cazadores. Ello les ha llevado a posiciones extremas y cada vez más contrarias al mundo rural al que pretenden en exclusiva, y arrogándose el papel de sumos sacerdotes poseedores de la verdad revelada y exclusiva, dictar sus leyes e imponer sus designios.

La propaganda y la complicidad entusiasta de muchos medios de comunicación impregnados de ese «urbanitismo buenista» ha soplado siempre a su favor y ha culminado en el revoltijo de percibir como un todo a los animales de compañía, en cierto sentido comprensiblemente «humanizados», los salvajes y los de abasto. Estos últimos, una inmensa cantidad destinada a la alimentación, la ganadería no es sino caza estabulada, la más alta de la historia de la tierra pues somos 7.500 millones de seres humanos a los que nutrir. La confusión concluye en sus extremos en delirios cuasi nihilistas y percepciones que acaban por el sobresalto emocional de algunas almas autoconsideradas culmen de la sensibilidad al oír afirmar, a viva voz, que para comer jamón es del todo imprescindible matar al cochino.

El zurriagazo propinado en no pequeña parte por los cazadores en el inesperado resultado de las elecciones andaluzas ha puesto al descubierto lo que estaba desde hace tiempo cociéndose y que ha terminado por hacer explotar la olla. Hartos de ser despreciados y ofendidos, de sufrir insultos y ser tildados de asesinos a quienes se pretende extirpar su forma de vida, han levantado voz y su voto.

La caza supone al año cerca de 6.500 millones de euros del PIB, 200.000 puestos de trabajo, de ellos, 45.000 directos pero, aunque debiera ser muy tenido en cuenta, que no parece tenerse, ahora ha emergido como parte del «efecto Andalucía» lo que ha puesto en vilo a las cúpulas políticas. A algunos parece haberles entrado incluso un repentino afán de defensa de una actividad, legal y legisladamente controlada hasta extremos a veces delirantes, en ocasiones por ellos mismos hace una viñeta. Una actividad que no solo crea riqueza y paga impuestos, y más que quienes pretenden prohibirla desde luego, sino donde la inmensa mayoría, a pesar de la imagen estereotipada y fijada como de solo los más pudientes -sería lo mismo que suponer que todos los bañistas son quienes poseen yate- son gentes del común y de a pie, humildes en muchos casos y trasversales en cuanto a voto e ideología. Y que resulta, que como advirtió el presidente de la Federación Andaluza, José María Mancheño, 80.000 federados, 250.000 licencias en esa comunidad, también votan y han votado. Por la caza.

Antonio Pérez Henares es Escritor y periodista.

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